jueves, 1 de julio de 2010

ESTAS COSAS SOLO ME PASAN A MÍ


No se crean ustedes que uno, porque escriba en estos lugares, es el no va más o la monda lironda o…, ¿qué se yo? Lo cierto es que, en ocasiones, soy un desastre y me ocurren cosas como las que les cuento.

UN SIMPLE YOGUR
Terminaba de cenar un yogur y, unos minutos mas tarde, vi un anuncio en la tele que proclamaba sus beneficios: “ayuda a mejorar el tránsito intestinal...”, decía; “y tan solo en catorce días”. Regresé a la nevera y me comí el contenido de los cinco envases que quedaban en ella. Me hubiera comido catorce pero desgraciadamente mi esposa ignoraba el estado de mis tripas cuando fue al supermercado. Total que al día siguiente, aún me quedaban tres días para salir de dudas y desentrañar la certeza de esa panacea de yogur, se me declara una gastroenteritis. Me puse diarréico perdido, vamos. “Pero bueno, ¿haces caso a todo lo que ponen en la tele?”, me dice mi médico de cabecera. Avergonzado, me voy del dispensario con una dieta a base de arroz hervido y unos polvos que tengo que tomar con no sé cuantos litros de agua. “Y nada de yogures”, me dijo el galeno antes de irme. El caso es que llevo dos días comiendo arroz como si fuera un chino y bebiendo una pócima que sabe a rayos, amén de mis visitas al excusado. ¡Malditos bífidus!

Pero es que ahora me doy cuenta que, desde hace ya dos meses, estaba tomando una margarina o mantequilla, o lo que diablos sea eso que se unta que, también según la tele, ayuda a eliminar el colesterol, y me planteo si no habrá sido ese “pringue” lo que me provocó la cagalera. Voy de nuevo al baúl del frío y, cabreado, cojo el tarro de la dichosa mantequilla y lo tiro a la basura, y con él un envase de jamón york contra los triglicéridos, una botella de vino sin alcohol y unos botes de crema catalana “sin azúcar”, entre otros productos estrella que mi mujer siempre tiene en la nevera. Satisfecho por mi hazaña abro una lata de callos de esas que traen todas las bendiciones y, olvidándome de las prescripciones médicas, me la meto entre pecho y espalda con un buen trozo de pan y media botella de rioja. Pasan tres horas y, ¡válgame el cielo!, ¡qué retortijones! ¡Ay, qué dolor de tripa! Otra vez al váter, vómitos y más diarrea. Para mas INRI, mi mujer pica en la puerta y me pregunta dónde está la puñetera margarina. “La tiré a la m..”, le contesto. La santa se va a la nevera de investigación y, cuando salgo del cuarto de baño, me monta un pollo que no les quiero ni contar. “Yes un burru, ¿pienses que vives solu en esta casa'”. Total que llevamos dos días enfadados y no me cuece ni el arroz. Y mis hijos partiéndose el culo de risa. Papá, ¿quiés esti chorizu baju en grasa y colesterol?, me dijeron todavía hoy.

Y entre el enfado con mi Santa y los problemas intestinales, estoy que no quepo en mí, así que he vuelto a fumar. Fíjense cómo estaré que esta tarde subí a un tren de cercanías con un cigarrillo entre los labios y el revisor, inspector o como se llame, me indicó con signos ostensibles que estaba prohibido. Fuera de mí, le llamo “pringao” y le digo a gritos que si voy a hacer caso de todos los carteles y anuncios que veo a lo largo del día, estoy “arregláu”. El resultado es que, dos estaciones mas allá, sube al tren un señor con aspecto serio que, tras identificarse, me hace bajar del tren y me lleva a un cuartelillo. En estas estoy mientras espero por un abogado. ¡Maldita sea mi suerte!

NO SIRVO PARA FONTANERO
He de reconocer que no soy un hombre paciente. Eso no quiere decir que sea impaciente, que va. Soy capaz de pasarme horas, días…, semanas enteras confeccionando una maqueta en papel de los Picos de Europa o de la capilla del Carbayu, a rigurosa escala milimétrica. Sin embargo hay cosas que no soporto como es irme un fin de semana a cualquier sitio cuando se que en el primer cruce se liará tal pifostio que se montarán caravanas de tres, cuatro o la de dios de kilómetros. Así es que me quedo en casa y veo los atascos esos por la tele o los escucho por la radio y pienso que “quien por su gusto corre, jamás en la vida cansa”, de tal manera que el que se va para dos días y se echa uno de ellos en el coche parado, contemplando el absurdo paisaje de la carretera y aguantando a su santa y a sus causahabientes, pues eso, que se joda. Al menos eso es lo que pensaba hasta el otro día en que padecí tal atasco que dejé de pensar eso de los pobres conductores, sufridos y ejemplares padres de familia.

Me avisa la mandakari que uno de los fregaderos de la cocina no traga el agua, que no evacúa vamos. Me uniformo al efecto y saco mi caja de herramientas donde no falta de nada, como en los programas esos de Patxi donde se lo pone todo a güevo el tal Merlín y, en poco menos de media hora, se hace una librería digna de la biblioteca nacional. Retiro todos los productos que hay bajo el fregadero y me dispongo a la faena. Desenrosco por aquí, desmonto por allá y, al poco tiempo descubro que la obstrucción está en la bajante. Hasta aquí todo normal y muy profesional. Introduzco instrumentos alargados por ella y compruebo con agua a presión que no desatasca. Ello me supone una pequeña inundación que limpio con rapidez. Mientras pienso en la estrategia fumo un cigarrillo y me planteo que si lo que obstruye no va para abajo deberá de salir, es decir, ir para arriba, así es que me voy por la aspiradora que mi mujer utiliza para las alfombras. Introduzco su bocal y le doy al interruptor. Chispazo, olor a chamusquina y el automático a tomar por culo. Subo la tecla, retiro el electrodoméstico, y decido irme en busca de ayuda. Tanta herramienta y lo que realmente necesito es un desatascador. En la tienda planteo mi problema y salgo de allí provisto de un muelle de esos que penetran en los lugares más recónditos y de un producto que, parece ser, limpia hasta el honor de Luis Roldán. “Manténgase fuera del alcance de los niños”, dice, además de traer un montón de pictogramas -cruces, calaveras, etc.-. Total que me dejé en la tienda treinta pavos. De nuevo en casa, echo el producto en la bajante y espero quince minutos a que haga efecto, como si fuera una aspirina. De repente aquello empieza a echar humo y me aparto de allí temiendo una explosión o algo similar. Acojonado, salgo a la terraza y, desde allí veo que aquello sigue humeando como una fumarola y produciendo unos chisporroteos infernales. ¡Vaya la que armé, cuando llegue la Jefa me corta los güevos”, digo para mis adentros. Al cabo de media hora cesan los síntomas y, con precaución, me acerco, introduzco el muelle, luego de nuevo la manguera y compruebo que el agua circula por la bajante. “Lo que hacemos los técnicos.”

Llega la dueña de la casa y, ufano, le digo que todo está arreglado, y la cocina inmaculada como si por ella hubiera pasado una brigada entera de limpieza. Recibo un beso como premio y me voy a mis asuntos. Cuando, al cabo de dos horas, regreso a casa me encuentro con mi Santa cabreada y, de nuevo, con la cocina patas arriba. “Ahora no funciona la aspiradora”, me espeta. Total, que al final solucioné el dichoso atasco con trescientos cincuenta pavos más. Desde entonces prefiero los atascos de carretera. ¡Qué remedio!

TAMPOCO PARA MÚSICO
Tengo un amigu que ye músicu, o al menos parezlo. Digo que lo parez porque, a veces, cuéntame coses en “do”, yo entiéndoles en “re”, ármase la de dios y dizme que soy un burro musical. Ye el dirigidor de un grupo coral. La verdad es que yo no sé por qué llamen “coral” a unos cuantos paisanos que se junten pa cantar tonaes que ya sabemos todos, como aquella de “Axuntábense”, o aquella otra de “Vas por agua a la fuente de la aurora”, o la de “Fuiste al Carmín de la Pola”, les de chigre, pa que me entiendan. Ahora como en los chigres no dejen cantar porque piensen que estás borrachu, si estás en una coral y vas encorbatáu, entonces sí. Sí pués cantar, y además invítente. Por eso se debe de llamar así, porque viste. Debe ser la hostia cantar en una coral de eses, y si yes el diretor, la rehostia. A lo que iba, esti amigu míu debe de ser músicu porque sabe leer los papeles que yos ponen delante. La partitura, me parez que-y llamen los entendíos. Pero tengo otru amigu que toca la guitarra sin que lu dirija nadie. Él dirígese solu. Y toca bien, tién gusto el cabrón.

Esti verano llamáronlos pa tocar en la romería de una aldea del monte y marcharon p’allá acompañaos de un órgano, esi instrumento diabólicu que lo toca tó, y una guitarra. Esuvieron tres hores cantando por habaneres, rumbes, cumbies, jotes, sevillanes, asturianes y tordillenses. Y los del pueblu encantaos. Quedaron tan contentos que el alcalde invitolos a cenar. A cuerpo de rey los trató la muyer. Pa entrar en materia, y mientras terminaba de preparar la cena, algo pa picar, media docena de chorizos de casa de esos picantinos, tortos con picadillo, mediu quesu cabrales ya untáu, tacos de casín, jamón…, y un vino cosecheru pa moríse. Llegó el primer platu, una fabada como pa ocho. Chorizos, morcilla, llacón, uñes…, el gochu casi enteru. Los mis amigos flipaben. Segundu platu, pitu caleya. Solo y faltaba el pescuezu. Con patatinos, arbeyos y pimientos. Riquísimo. Postre, arroz con leche en platu hondu, frixuelos rellenos de avellanes, bartolos de la casa, casadielles y tarta de manzana. La muyer ni se sentó a la mesa, no paraba de traer y llevar platos pa la cocina. “¿Quedasteis con fame, fíos?”, decía. “No cociné más. ¿Fríovos un par de güevos y unes rajes de adobu pa caún?”. Los mis amigos miráronse uno a otru con cara de pijos. “No señora, quedamos bien, todo estaba riquísimo”, dijeron al unísono. “¿Dónde está el servicio?”, preguntó el de la coral. “Aquí no tenemos”, dice la alcaldesa, “hacémoslo detrás de casa, en el monte”. “Pues con su permiso, señora”. Y se van los dos apretando las nalgas. Ya afuera, se agachan ambos entre los matorrales a diez metros uno de otro, y allí permanecen durante más de quince minutos haciendo los honores a la opípara cena de sus anfitriones. Pasado ese tiempo el director, que siempre lleva la batuta, dice al guitarrista “¿Trajiste papel?”. Y, en un postrero esfuerzo, éste contesta: “No. Yo cago de oídu”.

Entre los músicos llaman papel a la partitura, y entre los paisanos normales a esto que les acabo de relatar llamámoslo “fartura”. No volvieron a comer en dos días y eliminaron del mapa aquella aldea.

Y MENOS PARA HACER RECADOS
Lo que nos pasa a nosotros no le ocurría ni a La Pantera Rosa en sus mejores tiempos. Queremos creer que son cosas del azar o del destino, aunque casi todas las semanas nos pasa algo por el estilo. ¿Nos habrá mirado un tuerto? Mi mujer ultimaba los preparativos de la comida. Garigolos, decía el cartel del menú o, lo que es lo mismo y en cristiano, pote de garbanzos. Esto es lo que ocurrió, en tiempo real: entra en mi leonera y me dice que se ha quedado sin sal y que debo de ir al super. De paso me traes aceite, detergente y galletas, me ordena. Sin rechistar, porque se como se las gastan las que más mandan, me voy no sin antes hacer una lista del recado, no sea que vuelva a casa sin algo y me caiga el gran chorreo. Son las dos de la tarde y el super hierve de gente, muchos de ellos pringaos como yo a cuya patrona también se le ha olvidado alguna cosa. Todos lista en mano. Se dónde están las cosas y siempre procuro hacer la compra con la máxima rapidez de la que soy capaz. Hay pocos, y pocas, más rápidos que yo. Como son cuatro cosas no cojo trasporte, ni carrito ni cestita, todo en la mano. Craso error.

Con todos los encargos en una brazada, me dirijo a la caja, cuando, al girar en un pasillo, me doy de frente contra el carro de una señora y se me van al suelo galletas, sal y aceite. ¡Toma rapidez! El detergente lo llevo agarrado por el asa y se libra de la quema. Y menuda quema. Sofrito, diría yo. Allí queda todo, roto y amalgamado, ocupando el pasillo y pasando bajo las estanterías. Un verdadero desastre, y yo como un tomate sin saber que hacer. Inmediatamente llega la encargada y llama a una compañera que provista de cubo y fregona se dispone a limpiar el estropiciu. No se preocupe y siga con su compra, me espeta con cara de pocos amigos. Lo siento, he tropezado, le contesto. Cuando me dispongo a irme piso unas gotas de aceite y me caigo de culo contra el calderu de agua que también de derrama junto al detergente que llevo en la mano. Faena completa. La mitad de las empleadas de limpieza, y mis pantalones empapados de aquella mezcla indescriptible. Y la gente, descojonándose de mí, poco menos que me echó de aquel fatídico pasillo. Al final, entafarrado y humillado, sin saber dónde meterme, cojo de nuevo las cuatro cosas y logro llegar a la caja sano y salvo, esta vez valiéndome de una cesta. Espero a la cola durante unos diez interminables minutos, cuando llega mi turno. Doy mi tarjeta para pagar la compra, y la cajera, mirándome de soslayo por encima de sus gafas, me dice que el plástico no pasa. Inténtelo otra vez, por favor, le pido sonrojado. Lo que me faltaba, además no llevo dinero encima. Pues lo siento pero no la admite, ¿no tiene otra tarjeta? Ni perres, le contesto. Dejo esto aquí y voy por elles a casa, vuelvo ahora. Y para allá me voy avergonzado, pringado y de vacío. Había pasado casi media hora desde que me había ido a comprar.

Nada más abrir la puerta oigo que, desde la cocina, mi mujer me dice cabreada: “ya fuiste a tomar algo, eh. No se te pué mandar ná”. Cuando ve el penoso estado en que llego me pregunta que si vengo de la guerra. ¿Dónde está la compra?, me grita. En el suelu del super esparcía, y la tarjeta no tien saldo, le grito yo. Hay que ir a pagar y recoger les coses. Pues vas tú, dice ella, no pensarás que voy vestíme ahora solo pa eso. Así es que me desnudo, tomo una ducha, pongo ropa limpia, cojo les perres y vuelvo para el dichoso supermercado. Nada más entrar en él me encuentro con un recibimiento digno del Majarajá de Kapurtala, pero al revés y sin alfombra. El pasillo en cuestión está todavía lleno de espuma y todos me miran como queriendo descifrar en mi persona si soy tan torpe como realmente acababa de demostrar. Pago y a la salida me encuentro con un amigo que me dice: “Esto seguro que no lo cuentas en los periódicos”. Pues, antes de comerme los garigolos, es lo que acabo de hacer. Aunque me pese, y a mucha honra.

QUÉ TIEMPOS AQUELLOS
Entra el verano, los chicos han terminado la selectividad y esperan ansiosos la respuesta al interrogante que a muchos de ellos les ha atormentado a lo largo de todo el curso: ¿serán admitidos en la carrera y facultad que han solicitado?, ¿habrá sido suficiente la nota que han obtenido? Ya casi ni recuerdo aquéllos años en que yo estaba en su mismo lugar, expectante y nervioso de irme por fin a la Universidad, de liberarme definitivamente del yugo familiar. Y como yo todos mis amigos y compañeros, los que se quedaban en Oviedo, como fue mi caso, y los que se marchaban a Salamanca, Burgos, Madrid o cualquier otra ciudad. ¡Qué experiencias tan extraordinarias estábamos a punto de vivir!

Y ahora que han pasado los años puedo decir que, efectivamente, viví en la Universidad maravillosas experiencias, pero también puedo afirmar que otros abandonaron o no conservan buenos recuerdos, y que algunos, los menos, vivieron años sabáticos a cuerpo de rey, sin dar un palo al agua y, en consecuencia, perdieron uno o más años, por no decir la carrera y su futuro. Este es el caso de un amigo de la infancia (del que excuso mencionar su nombre) de familia acomodada que había decidido estudiar marketing e idiomas. Era imaginativo y muy inteligente, así es que como éstas eran disciplinas extrañas en este país y, además, en su casa había dinero, sus padres decidieron enviarle a cursar sus estudios a Oxford. ¡Casi nada, por aquellos años!, aún vivía el más general de todos los generales.

Se fue al Reino Unido bien equipado, con una jugosa dote estudiantil y un afán casi enfermizo por quemar Picadilly Circus, Buckingham Palace y, por supuesto, a todas las londinenses que se le pusieran por delante. Y a fe mía que debió de conseguirlo. Cuanto menos quemó otra cosa, porque no habían pasado dos meses de su aterrizaje en la City cuando se quedó sin dinero. Pensó qué hacer y decidió hablar con su padre: “Papá, le dijo, aquí han descubierto un novedoso sistema para aprender a los loros a hablar en tan solo un mes, y he pensado que como Pancho ya tiene tres años y no dice ni “pío” me lo puedes mandar para matricularle en esa escuela. Es un poco cara pero los resultados están garantizados”. Pancho, era un loro gris africano, un yaco, que vivía con la familia desde polluelo y aún no decía palabra alguna pese a ser una de las especies más inteligentes, así es que el padre le envió al loro acompañado de mil libras. Llegó la primavera y mi amigo había dilapidado la pequeña fortuna que su padre le había mandado para educar al loro. Siguiendo la estrategia diseñada en un principio llamó a su progenitor y le dijo: “Papá, Pancho ya habla perfectamente inglés. Ahora han sacado un curso de español, si quieres le inscribo. Cuesta mil quinientas libras”. El padre le envió el dinero.

Terminó el curso y mi amigo regresó de Inglaterra. Su padre le había ido a recoger al aeropuerto, se abrazaron y aguardaron la salida de equipajes. Cuando éstos salieron por la cinta se extrañó de la ausencia de la jaula y preguntó a su hijo: “¿Y Pancho…?”. “Verás Papá, Pancho aprendía rápido, y al poco de empezar su clases de español, un día me preguntó si seguías liado con la vecina del chalet de enfrente…”. El padre, sonrojado, explotó y dijo: “¿Y no has retorcido el pescuezo a ese hijo de…?”. “Sí Papá, eso es lo que hice, no fuese a contárselo a Mamá”.

Mi amigo recuperó el año perdido y ahora está en Dubai, forrado y con una enorme tripa. Por cierto, Pancho ya habla árabe.

¿LO HAN OÍDO?
Paseaba por zona rural, a castañes, y revolviendo entre orizos y hojas, me encuentro una oreja. Como lo oyen, más bien como leen, una oreja que, en algún momento, había sido de alguien y que ahora tenía vida propia, yo diría muerte propia, independiente de la vida o la muerte de su dueño. Digo dueño porque no tenía agujero. Tampoco tenía lápiz, luego, aparentemente, tampoco podía pertenecer a un carpintero. La envolví en mi pañuelo y regresé a los pueblos por los que acababa de pasar donde pregunté a las gentes si reconocían aquel apéndice auricular. Nadie mostró interés alguno por la oreja amputada y perdida, quizás fuera porque todos tenían las suyas en su lugar. ¿Y qué hago yo con esto?, me pregunté. Yo tengo las mías. Pero, de alguna forma, no me podía desprender de ella, ni siquiera dejarla donde la había encontrado, porque algo me decía que aquella oreja había sido receptora de secretos importantes, había oído secretos inconfesables, o escuchado músicas celestiales o relatos maravillosos. De pronto aquella oreja se convirtió en el asunto más importante de mi existencia. La examiné por todos lados y de todas las formas. Su morfología me indicaba que era oreja izquierda, pero estaba claro que no podía ser la de Van Gogh. No me interesaba desde el punto de vista forense sino desde el sociológico. Anhelaba más saber qué es lo que había oído y sabía, que la identidad de su propietario. Sin embargo, ineludiblemente, la primera cuestión nos llevaría a la segunda, o al revés. Me planteé dos alternativas. La primera era dar por supuesto que lo había oído absolutamente todo, que estaba repleta de sonidos e información como un disco duro lleno y no reutilizable, en cuyo caso su dueño hubiera optado por prescindir de ella y procurarse una nueva, y virgen. La segunda alternativa consistía en que a su portador no le gustase lo que por ella escuchaba y habría decidido cambiarla, como quien cambia de emisora de radio o de televisión. Instintivamente la puse sobre la mía. Solamente se oían interferencias. La deposité en un paño de terciopelo azul y seguí pensando. Volví a probar, pero en esta ocasión la coloqué sobre mi oreja izquierda, donde realmente debería de ir si hubiera sido mía.

Claramente se oían voces anónimas, de todo tipo. De hombres y mujeres, viejos y jóvenes. Voces que pedían, otras se lamentaban, algunas rogaban, pero todas clamaban por algo que aparentemente se les debía y llevaban tiempo sin obtener. Eran todas voces reivindicativas, angustiadas y llenas de premura. Desconcertado, volví a depositar la oreja con toda su información encima del paño. Faltó poco para volverme loco. Por fin sabía qué es lo que aquella oreja había oído, pero dudaba de si aquello había sido realmente escuchado con una mínima atención. Esta conclusión me llevó a pensar y a hacer una investigación introspectiva acerca de la titularidad del miembro auditivo. No tardé en darme cuenta de que aquello pertenecía a la clase política, a toda. A quién si no podrían ir dirigidas tantas demandas urgentes de justicia, de solidaridad, de equidad… ¿Quién tenía competencia para acallar aquellos lamentos anónimos? ¿Ante quién o quiénes clama el pueblo?

Ante este clamor dudaba si merecía la pena devolverla porque, al fin y al cabo, no les habría de servir de nada. Volverían a dejarla abandonada en cualquier sitio sin temor a que alguien como yo volviera a encontrarla y a desentrañar su preocupante contenido. Así es que decidí conservarla envuelta en aquel paño de terciopelo. De vez en cuando la saco de allí y la escucho con atención. Luego les cuento a ustedes lo que me cuenta y voy descubriendo. De todas formas la tengo a disposición de sus dueños por si, al fin, se deciden a utilizarla.

P.D.: Cualquier parecido con la realidad es pura coincidencia

Imágenes obtenidas de Google

2 comentarios:

  1. Permiso para utilizar su entrada QUE TIEMPOS AQUELLOS en mi blog http://yacoriki.blogspot.com/

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  2. pueden visitar mi blog es mi primera entrada porfavor se los agradecceria

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