Duke pregoneru, lo que nos faltaba ¿Quién me lo iba a decir a mí? El caso es, que hace más de un año, las buenas gentes del Nalón de Lada me pidieron que pronunciara el Pregón de las Fiestas de San Román que empiezan hoy. Halagado por la oferta, no me resistí a aceptarla y de inmediato puse a Duke a pensar para ver que es lo que ambos podíamos pregonar. Y aunque, desde el principio, en su cabeza bullía una idea bastante clara, no fue hasta hace poco más de un mes que terminó por perfilarse definitivamente y la llevamos al papel, que es el que hoy leeré si los nervios no me traicionan.
La verdad es que ni Duke ni quien suscribe fuimos nunca muy partidarios de estos protocolos tan nuestros, tan de aquí. Hasta tal punto que el primero al que asistimos fue tan solo hace unos años. Sin embargo hemos descubierto que estos actos tienen su encanto, su magia. Rememorar tiempos pasados que no siempre tuvieron que ser mejores que los presentes y hacerlo desde un punto de vista estrictamente subjetivo nos convierte en narradores de la historia, aunque sea por unos minutos, de forma que en esa narración siempre se encuentra algo nuevo, algo olvidado, inapreciado o que en aquellos tiempos pudo parecernos inane (¿qué significará eso?). Y es que las pequeñas cosas, aquéllas que parecen no tener importancia, son las que el paso del tiempo convierte en algo inolvidable, en la sustancia y el espíritu de un pueblo.
Uno que ya está acostumbrado a desnudar su alma ante la gente con sus habituales artículos de LA NUEVA ESPAÑA, de algún modo siente cierto pudor al tener que hacer lo propio en vivo y en directo ante un auditorio que estudia hasta tu menor movimiento, que examina tu indumentaria, tus gestos, si engordaste y lo mayor que estás, para en algún caso no atender a lo que estás diciendo que, al fin y al cabo, es lo único importante. El mensaje, que no el mensajero, es lo que define un pregón. La carta, y no el cartero, contiene la noticia, independientemente de que esta sea buena o mala.
Mi único temor, antes de comparecer ante los asistentes, es que les desagrade el mensaje que les llevo y no que mi corbata combine o no con el resto de mi atuendo. Y también que, en su consecuencia, me corran a gorrazos o me arrojen una tomatina como la de Buñol. Por eso esta columna de hoy no supone el anuncio de mi espectáculo particular -no tengo tal presunción-, sino el ruego de que aprovechen su tiempo en otra cosa mejor que en ir a escuchar las tonterías que voy a contarles. Aunque bien pensado, mayores tonterías se escuchan en otros foros (bien saben a qué foros me refiero) y las gentes siguen acudiendo a ellos provistos de lemas y pancartas. En fin, hagan ustedes lo que consideren oportuno. Sea como fuere les quedaré agradecido. Una vez más.
Imágenes obtenidas de Google
La verdad es que ni Duke ni quien suscribe fuimos nunca muy partidarios de estos protocolos tan nuestros, tan de aquí. Hasta tal punto que el primero al que asistimos fue tan solo hace unos años. Sin embargo hemos descubierto que estos actos tienen su encanto, su magia. Rememorar tiempos pasados que no siempre tuvieron que ser mejores que los presentes y hacerlo desde un punto de vista estrictamente subjetivo nos convierte en narradores de la historia, aunque sea por unos minutos, de forma que en esa narración siempre se encuentra algo nuevo, algo olvidado, inapreciado o que en aquellos tiempos pudo parecernos inane (¿qué significará eso?). Y es que las pequeñas cosas, aquéllas que parecen no tener importancia, son las que el paso del tiempo convierte en algo inolvidable, en la sustancia y el espíritu de un pueblo.
Uno que ya está acostumbrado a desnudar su alma ante la gente con sus habituales artículos de LA NUEVA ESPAÑA, de algún modo siente cierto pudor al tener que hacer lo propio en vivo y en directo ante un auditorio que estudia hasta tu menor movimiento, que examina tu indumentaria, tus gestos, si engordaste y lo mayor que estás, para en algún caso no atender a lo que estás diciendo que, al fin y al cabo, es lo único importante. El mensaje, que no el mensajero, es lo que define un pregón. La carta, y no el cartero, contiene la noticia, independientemente de que esta sea buena o mala.
Mi único temor, antes de comparecer ante los asistentes, es que les desagrade el mensaje que les llevo y no que mi corbata combine o no con el resto de mi atuendo. Y también que, en su consecuencia, me corran a gorrazos o me arrojen una tomatina como la de Buñol. Por eso esta columna de hoy no supone el anuncio de mi espectáculo particular -no tengo tal presunción-, sino el ruego de que aprovechen su tiempo en otra cosa mejor que en ir a escuchar las tonterías que voy a contarles. Aunque bien pensado, mayores tonterías se escuchan en otros foros (bien saben a qué foros me refiero) y las gentes siguen acudiendo a ellos provistos de lemas y pancartas. En fin, hagan ustedes lo que consideren oportuno. Sea como fuere les quedaré agradecido. Una vez más.
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