Por el camino.
Es mediodía de un sábado cualquiera, los pájaros cantan y las
nubes se levantan. Estoy sentado en un banco del parque fumando distraído con
Duke echado a mis pies observando atento a la peña cuando un hombre bajito de
unos treinta y tantos, enjuto, muy moreno, para frente a nosotros y me dice “le
compro un cigarrillo”, al tiempo que abre un pequeño bolso y extrae de él una
minúscula cartera. Le doy el truja y, cuando quiere pagármelo, le digo que no
es necesario, que todo el mundo lo pide sin más y al menos él ha tenido el
detalle de no hacerlo. Lo enciende pausadamente, da tres caladas, lo apaga y se
lo guarda en el bolso, en un acto que parece un ritual. “Estoy dejando de
fumar”, me dice, y acto seguido saca un mapa arrugado y doblado diez veces y me
pregunta con un acento indescifrable cómo puede llegar a Pola… (duda) y le
replico si se refiere a Laviana, Somiedo, Lena o Siero. “A ésa”, me dice. Le
indico sobre el mapa el itinerario más apropiado para ir caminando, “pero
tienes quince kilómetros hasta allí”, le advierto. “Hasta que oscurezca tengo
tiempo”, contesta tranquilo. Y comenzamos lo que fue una breve conversación. El
hombre era de Granada y desde allí había salido en el coche de San Fernando con
dirección a no sabía donde. No llevaba gran cosa: lo puesto, una mochila y el
bolso de donde sacó el cigarrillo y le echó otras tres caladas para volver a
guardarlo. “¿Así que eres de Graná, de los de la malafollá?, ¡bonita ciudad!,
le dije. Y, haciendo honor a ese apelativo, me contó un chiste afirmando que
eran muy especiales para el humor: En un quinto piso una niña le dijo a su
madre: “mamá me voy a tirar por la ventana” y ante la negativa de su madre insistió
hasta que, al final, la madre consintió. “Bueno, tírate”. La pequeña se tiró y
espanzurrada en la acera gritó: “Mamá, súbeme…”, y la madre le dijo: “No hija
que vuelves a tirarte”. Luego, serio y cordial, me dio los buenos días y, con
su humor negro, prosiguió su periplo caminado hacia lo desconocido.