jueves, 25 de agosto de 2016

YA HUELE A OTOÑO

Los estertores del verano



Dicen por estos lares que el primer día de agosto es el primer día de invierno, pero ye mentira. Eso lo dirán los que estuvieron de vacaciones en el mes de julio. Además, antes del invierno, tenemos una estación de por medio con parada obligatoria y no discrecional. Lo que pasa es que después del 15 de agosto, de que en Gijón hayan quemáo un montón de perres y no de pólvora como estaba previsto y de que la gente empiece a volver con la frente marchita, se acaben los JJ.OO. (ahí sí se vio la pólvora) y empiece eso del fútbol, con septiembre a tiro de piedra ya nos vamos dando cuenta de que se acabó lo que se daba, que hay que comprar los libros pa los guajes y la ropa del cole, que queden muy pocos días de veraneo. Ya huele a otoño. Las hojas van desprendiéndose de los árboles y también del calendario. Pero ye igual porque pa otoño queda San Mateo y les fiestes con mercaos medievales, los nabos, les cebolles y los pimientos rellenos, el cabritu y la fabada, pa recuperar les fuerzes que perdimos de tanta ensalada, gazpacho y despendole estival. Y mandar la tableta de chocolate abdominal a tomar p’ol sacu, que ya ta bien de sacrificiu pa lucir body en les playes que tuvieron más bruma que ningún añu anterior.
Y ye que esto de los calores, tanta fiesta y tanta murga no va con nosotros. Duke y yo preferimos el otoño. Él porque ye cuando pue ir a la playa sin que lu critiquen y yo porque ye el tiempu de les castañes y el marisco, por aquello de los meses con “r”. Además en tiempo otoñal la gente va dejando el bronceáo de Benidorm y Salóu y recuperen el blanco cuayá d’aquí del norte. Así que tengo ganes de que Luisinacio y Maripuri vuelvan de una vez de Sanjenjo pa ver si me cuenten cómo se les arregla Mariano pa dar eses caminates por les caleyes gallegues con un pasu tan marcial y olímpicu que talmente parez que lu persiguen Pedro y Pablo con la navaya entre los dientes.

 

lunes, 22 de agosto de 2016

LA EMBESTIDURA



Finales de agosto



Muchos pensarán que eso es lo que va a suceder en el Congreso de los Diputados los próximos dos días de fin de mes y no andarán descaminados. Por fin hay señalamiento para la sesión y Pleno de Investidura, con “v”, para ver si Mariano consigue esos seis síes que le harán falta para erigirse en Presidente y formar Gobierno, porque, aunque aún falten las negociaciones sobre “lo por haber”, parece que la cosa está hecha y -según palabras de Rafael Hernando- las partes han entrado en fase de idílico enamoramiento. Ahora queda lo del corteje y el bodorrio que es a lo que hacemos referencia en el titular de hoy. En ese acto pasará, sin duda, lo que suele acaecer en estas ocasiones, que habrá embestidas por parte y parte, de adeptos y también de detractores, Sánchez, Iglesias y cada portavoz de los del Grupo Mixto. Embestidas en ambas direcciones, sobre todo desde la izquierda. De manera que tanto Mariano como su subalterno, Rivera, deberán de ir provistos de argumentos suficientes para burlar al morlaco y, si es posible, hacer una faena digna de premio y vuelta al hemiciclo. Aunque tengan que hacerlo en segunda sesión para obtener esos seis votos que les faltan o, alternativamente, once diputados de cualquier grupo se pongan artrósicos y no puedan levantar el brazo para depositar el voto en la urna. Algo que es muy factible en caso de que devuelvan a los corrales al primero.
Pero en la segunda sesión es algo que damos por hecho, además estamos convencidos de que está pactado entre bambalinas. Porque, de no ser así, el gallego no se habría mojado. Ya saben, aquello de “Manolete, si no sabes torear ¿pa qué te metes?”, algo poco probable que nos llevaría a una tercera corrida en fecha nada taurina, en que los tendidos se quedarían medio vacíos y, además, a Pedro no le gustará nada comer el turrón y brindar fuera de casa. En muchos de los tendidos el pavo y el cava no sentarán nada bien en Navidad.

sábado, 20 de agosto de 2016

PIGS



Faltas de higiene



Hace algunos días que, para mi sorpresa, vi una foto en la noche ovetense que mostraba varios jabalíes a la altura del campo de fútbol, algo que me saca de quicio, que me enerva y me cabrea. Nunca soporté ver a los cerdos en la calle ni en lugares públicos. Me enervan las personas que no recogen las caquitas de sus mascotas, las que escupen en las aceras, las que orinan en cualquier rincón a la vista de la peña o las que ventosean en sitios cerrados como los ascensores y dejan allí el aroma para deleite de propios y extraños. Paseando el otro día con mi viejo amigo a la altura del polideportivo J.C. Beiro vi a un señor ya mayor que se disponía a hacer un pis justo en la valla que separa el paseo de las vías de Renfe. Di la vuelta y viendo que un hombre más joven que acompañaba al anciano se había rezagado en espera de la micción me dirigí a él para decirle que comentase a su amigo que aquel no era el lugar apropiado para tal menester, que por allí pasaban trenes con gente que miraba el paisaje y que aquello no era una escena muy agradable sino más bien todo lo contrario. El hombre se quedó con la copla y justo en el mismo momento que el anciano subía su cremallera pasó lo anunciado, un tren con dirección a Oviedo.
Se perfectamente que a partir de ciertas edades cuando aprieta la vejiga a uno le entran ganas de hacerlo en cualquier sitio, pero esos “unos” deberían de circular por lugares donde, ante cualquier eventualidad prostática, pudieran hacerlo tranquila y discretamente y, sobre todo, sin ofender la vista de quienes aún no tienen esos achaques o, teniéndolos, se preocupan  de que siempre haya a mano lugares para el desahogue. Por eso y otras cosas que todos conocemos no me gustan los “Pigs” (cerdos) en la calles porque, como dije a aquel hombre, en una caso como aquel puede provocarse un descarrile sin que maquinista ni pasaje tengan culpa alguna en el siniestro. Nunca mejor dicho.

jueves, 18 de agosto de 2016

LA VIDA NO VIVIDA



Hojas en blanco

Me he puesto a revolver en un viejo arcón y, entre un montón de papeles y cosas viejas e inservibles, me encuentro con un pequeño cuaderno al que cierra una goma elástica que me regaló mi hijo va para diez años. Es como aquéllos libritos de los que se valía Félix Rodríguez de la Fuente para anotar sus observaciones campestres y como los que también usa mi amigo Hermógenes Roces del que tantas veces les hablé. A Hermo nunca le falta un mazo de recortes de papel del tamaño de un billete de banco en donde apunta con letra pequeña y regular todo aquel sucedido o curiosidad científica que llama su insaciable curiosidad. Y lo guarda todo, perfectamente clasificado, de manera que siempre sabe dónde están sus pasados pensamientos. Lo he visto en muchas ocasiones. Da igual que se trate de setas que de los avances en bioquímica que de la historia del imperio carolingio. Mi amigo es muy disciplinado, algo que no me ocurre a mí porque, puesto a ojear lo que escribí en aquel cuaderno durante un tiempo, me he dado cuenta de que lo mismo hay hechos acaecidos que ideas sobrevenidas o proyectos a estudiar y desarrollar. El cuaderno es un auténtico cajón de sastre, o “desastre”, que para el caso es lo mismo. Pero es que aún hay algo más, mi viejo cuaderno está escrito sólo hasta la mitad y, revisándolo en algunos de sus pasajes, he comprobado lo cierto de nuestra cotidianeidad, las cosas que quedan en el olvido o el olvido de las cosas y de los más firmes propósitos. Todas aquellas que pude hacer y jamás fueron ni siquiera recordadas.  Decía Aute que “la vida no vivida es algo de lo que se puede morir”, y ahora que lo veo me percato de la sensatez de estas palabras. En cuántas ocasiones hemos mirado atrás y nos hemos planteado si haríamos lo mismo ante idénticas bifurcaciones del sendero, incluso volver sobre nuestros pasos y tomar uno distinto. Nuestro gran fracaso no está en los errores cometidos sino en las páginas en blanco de nuestro cuaderno de la vida. Lo he dejado a la vista, por si logro terminarlo.

lunes, 15 de agosto de 2016

DICES TU DE MILI

Recuerdos soldadescos



Allí estaba yo, solo en la fría madrugada madrileña, en algún lugar de la M-30, sin saber qué hacer, porque nada había previsto. Vestido de bonito, con mi petate y mis dudas. Mis estremecedoras dudas. Un autocar, rebosante de soldaditos como yo, me había depositado allí para continuar su viaje a Valencia. Solo veo asfalto, un puente y algunos árboles. Permanezco quieto durante un buen rato, quince o veinte minutos, pensando qué hacer para llegar a una boca de Metro. Pasa un taxi y decido pararlo. “Por favor puede llevarme hasta la estación de metro más próxima”. El del coche me mira estupefacto como pensando ¿de dónde habrá salido este paleto? Y, sin articular palabra, señala con un dedo entre los árboles. Me doy cuenta en ese instante que a no más de cincuenta metros, justo tras la foresta, hay una indicación “M”. De todas formas el hombre me hace señas para que suba al coche y me lleva hasta ella. “Suerte chaval”. Parco en palabras que era él, lo que es raro en los de su profesión. Sin cobrar la corta carrera, se fue entre la bruma matutina.
Así comenzaban las aventuras y desventuras militares de quien les aburre desde esta página. En el Madrid de los Austrias y de Adolfo Suarez, con una democracia y una constitución recién estrenadas, un título en derecho aún no documentado, una novia aquí, y todas las ilusiones del mundo congeladas en un arcón hasta que esa maldita obligación para con la patria se acabase. La fortuna o mi condición universitaria, no sé, me hizo recalar en las oficinas de un batallón de tanques en el mayor cuartel de la capital para perder un año entero escribiendo oficios de estrella a estrellas y de éstas a sables. Allí estaba yo con una olivetti cuasiportátil sin otra ocupación más que ir con papeles del teniente al capitán, de éste al comandante y, tres o cuatro veces diarias, rendir cuentas al teniente coronel que era, a la postre, el baranda del castillo. Justo al lado de mi oficina estaba el bar de oficiales, con más predicamento que Casa Olivo en sus buenos tiempos, donde entraban todas las estrellas del firmamento. De alférez a coronel, allí paraban todos tres o cuatro veces al día, y allí hablaban de lo suyo, de la guerra, de sus guerras…, sin temor a que dos ignorantes camareros de la Mancha sospechasen la futurible realidad de sus conversaciones conspiratorias, sin miedo a que un escribiente letrado de Asturias se tomase en serio sus juegos de guerra. Hacía poco que habían llegado de la célebre Marcha Verde, sin haber podido escabechar a ningún moro. Ese año estuve en Chinchilla y San Gregorio con mi olivetti a cuestas, y allí conocí a dos caballeros de los ejércitos de Su Majestad, los Generales Juste y Quintana Lacaci, piezas clave en el aborto del golpe del 23-F, y éste último vilmente asesinado por los hijosdeputa en 1984. Eran el jefe de la Brunete y el Capitán General de Madrid, respectivamente.
Los que conspiraban en el bar, en mi bar, eran otros que, por lo que se ve, no tuvieron los güevos de secundar el golpe de Tejero, Millans y Armada, pero que unos meses más tarde de su fracaso, sí fueron tan imbéciles como para firmar el conocido como “Manifiesto de los 100”, que apoyaba lo que ya estaba en la negra historia de España. ¡Hay que ser gilipollas!. El general Quintana arrestó a todos y les mandó a tomar por saco. Duke conoció a muchos de ellos y, ahora, visto desde lejos se nos erizan los vellos al pensar que podíamos haber sido testigo directo de una involución histórica. ¿Nunca lo han pensado? Tenía ganas de contarlo…, quizás algún día les diga algo más.


sábado, 13 de agosto de 2016

LA JUNTA CULATA



Graves averías

Es muy habitual observar en plena calle esa escena de un vehículo con el capó levantado y dos o tres personas que husmean en el motor buscando una eventual avería que muy posiblemente se han imaginado al oir un ruido extraño y chirriante mientras conducían y parárseles el coche. Dos de ellos son conductor y copiloto, y el tercero es un extraño que pasaba por allí y, dándoselas de experto en la materia, mete también sus narices y empieza a manipular sin orden ni concierto, moviendo cables de bujías, tanteando la cala del aceite o destapando los vasos de la batería. Ninguno de ellos tiene pajolera idea de mecánica, electricidad del automóvil, ni siquiera de freir un huevo. Pero mientras tanto hablan y discuten, “daí al contacto, apaga, vuelve a encender…”, y así sucesivamente cuando en realidad no tienen ni puñetera idea de para qué hacen eso. Y el extraño, menos aún. Como no encuentran absolutamente nada, dan un par de puntapiés a cada uno de los neumáticos (incluido el de repuesto) y uno de ellos dice a su compañero: “¿tién gasolina?”. “Ta llenu”, contesta el que conduce. “Pues esto va  a ser cosa de la junta culata”, tercia el foriato. “Y eso ¿qué ye?”, preguntan los otros con cara de pijos. “No se, pero debe ser muy grave porque al mi cuñáu arregláronila el otru día y tuvo que pagar una pasta”. De manera que, alarmados, sacan los papeles y llaman a la asistencia de la aseguradora que llega a los quince minutos manejando una camioneta remolque. Pregunta por los síntomas de la avería, mira el motor, va hacia su caja de herramientas y, provisto de un pequeño destornillador, lo introduce en hueco del motor, aprieta o afloja un tornillo, y manda dar de nuevo al contacto. El motor arranca a la primera ruidos ni estridencias y el operario dice “listo, ya está arreglado”. Guarda la herramienta y saca un papel. “Firme aquí”, dice dirigiéndose al dueño que, alelado, pregunta: “¿qué es lo que tenía?”. ”El bendis, amigo”, y se marcha dejando a los tres con la boca abierta.