Es muy habitual observar en plena calle esa escena de un
vehículo con el capó levantado y dos o tres personas que husmean en el motor
buscando una eventual avería que muy posiblemente se han imaginado al oir un
ruido extraño y chirriante mientras conducían y parárseles el coche. Dos de
ellos son conductor y copiloto, y el tercero es un extraño que pasaba por allí
y, dándoselas de experto en la materia, mete también sus narices y empieza a
manipular sin orden ni concierto, moviendo cables de bujías, tanteando la cala
del aceite o destapando los vasos de la batería. Ninguno de ellos tiene
pajolera idea de mecánica, electricidad del automóvil, ni siquiera de freir un
huevo. Pero mientras tanto hablan y discuten, “daí al contacto, apaga, vuelve a
encender…”, y así sucesivamente cuando en realidad no tienen ni puñetera idea
de para qué hacen eso. Y el extraño, menos aún. Como no encuentran
absolutamente nada, dan un par de puntapiés a cada uno de los neumáticos
(incluido el de repuesto) y uno de ellos dice a su compañero: “¿tién
gasolina?”. “Ta llenu”, contesta el que conduce. “Pues esto va a ser cosa de la junta culata”, tercia el
foriato. “Y eso ¿qué ye?”, preguntan los otros con cara de pijos. “No se, pero
debe ser muy grave porque al mi cuñáu arregláronila el otru día y tuvo que
pagar una pasta”. De manera que, alarmados, sacan los papeles y llaman a la
asistencia de la aseguradora que llega a los quince minutos manejando una
camioneta remolque. Pregunta por los síntomas de la avería, mira el motor, va
hacia su caja de herramientas y, provisto de un pequeño destornillador, lo
introduce en hueco del motor, aprieta o afloja un tornillo, y manda dar de nuevo
al contacto. El motor arranca a la primera ruidos ni estridencias y el operario
dice “listo, ya está arreglado”. Guarda la herramienta y saca un papel. “Firme
aquí”, dice dirigiéndose al dueño que, alelado, pregunta: “¿qué es lo que
tenía?”. ”El bendis, amigo”, y se marcha dejando a los tres con la boca
abierta.
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