miércoles, 3 de mayo de 2017

HABLAR Y HABLAR

De febrero de 2009.



Fue inevitable oírlo absolutamente todo y, tras ello, extraer mis propias conclusiones, a casi todos nos ha pasado alguna vez. Viajaba en tren a Oviedo cuando en La Felguera se sube una señora de mediana edad. Enfrascada ella en una conversación telefónica, ya desde el andén, tomó asiento frente a mí y, sin rubor alguno, continuó hablando con toda tranquilidad como si estuviera en el salón de su propia casa. Las primeras palabras que oí daban muestras evidentes de que al otro lado de la línea se encontraba su hijo que estudia en Madrid posiblemente una carrera técnica, puesto que hablaban de un proyecto. Su acento y modo de expresarse me dieron a entender que no era asturiana sino más bien madrileña, tal vez separada, con trabajo en L Felguera y residencia en Oviedo, en compañía de su madre. Con las gafas caídas a media naríz y en tono relajado trataba de tranquilizar a su hijo porque, aparentemente, éste era incapaz de enfrentarse al famoso proyecto. De soslayo la observé tres o cuatro veces y la ví tranquila e imperturbable, con la mirada enfocada de forma permanente en su regazo, como si no existiera tren ni pasajeros, solo un niño deprimido en la gran ciudad. Poco después de pasar Peñarrubia se despidieron con un “besín”. Solo en eso se le notó que algo tiene de nuestro habla.

Inmediatamente, sin dar un respiro a su móvil, hace una nueva llamada. En esta ocasión, parece tratarse de alguna amiga que se encuentra con un problema de salud. Como a su hijo, con tono sosegado, la consuela afirmando que a ella misma también le cuesta levantarse por las mañanas y ponerle cara al día, pero que hace de tripas corazón y, pasadas las horas se encuentra cargada de energía positiva. Después le dice que, esta misma semana, se irá unos días a Madrid para estar con su hijo porque está algo “chungo” y quiere acompañarle. Por último le ofrece salir esa misma tarde a tomar un café, de lo que se excusa su interlocutora. Quedan en verse a su regreso. El tren para en Santa Eulalia de Manzaneda y Duke se inquieta por llegar.

Vuelve a marcar un número, pienso que el teléfono está a punto de echar humo. Aguarda un rato, no le contestan y guarda el móvil en su bolso del que, al mismo tiempo, extrae un iPod que prende a la solapa de su abrigo y, colocándose los auriculares, sin levantar la vista de su regazo se pone a escuchar música. No pasan cinco minutos cuando le suena el aparato. Es otra amiga, a quien había llamado sin éxito con anterioridad. “Siento haberte despertado”, dice y, de nuevo cuenta lo mismo que a la anterior, que se va unos días a Madrid, que su hijo está vago, que no lleva a su madre…, y que se lleva el blusón para usarlo como pijama (¡!). El tren entra un túnel y se corta la comunicación. Una vez que sale de él, mi compañera de viaje vuelve a la carga y llama a su amiga, aún sabiendo que en dos minutos entraremos en un nuevo túnel bajo la ciudad. Se le vuelve a cortar y llegamos a la estación de Llamaquique, donde se apea con el móvil en la mano, volviendo a marcar un número, cuyo abonado habría de enterarse usos minutos después que doña “X” se marchaba a Madrid el jueves para visitar a su hijo proyectista.

Vuelvo a Sama en Alcotán por miedo a atragantarme con más “empanadillas de Móstoles”. Duke me dice que no vuelva a hacerle “esto”.
Marcelino M. González

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