De febrero de 2009.
Fue
inevitable oírlo absolutamente todo y, tras ello, extraer mis
propias conclusiones, a casi todos nos ha pasado alguna vez. Viajaba
en tren a Oviedo cuando en La Felguera se sube una señora de mediana
edad. Enfrascada ella en una conversación telefónica, ya desde el
andén, tomó asiento frente a mí y, sin rubor alguno, continuó
hablando con toda tranquilidad como si estuviera en el salón de su
propia casa. Las primeras palabras que oí daban muestras evidentes
de que al otro lado de la línea se encontraba su hijo que estudia en
Madrid posiblemente una carrera técnica, puesto que hablaban de un
proyecto. Su acento y modo de expresarse me dieron a entender que no
era asturiana sino más bien madrileña, tal vez separada, con
trabajo en L Felguera y residencia en Oviedo, en compañía de su
madre. Con las gafas caídas a media naríz y en tono relajado
trataba de tranquilizar a su hijo porque, aparentemente, éste era
incapaz de enfrentarse al famoso proyecto. De soslayo la observé
tres o cuatro veces y la ví tranquila e imperturbable, con la mirada
enfocada de forma permanente en su regazo, como si no existiera tren
ni pasajeros, solo un niño deprimido en la gran ciudad. Poco después
de pasar Peñarrubia se despidieron con un “besín”. Solo en eso
se le notó que algo tiene de nuestro habla.
Inmediatamente,
sin dar un respiro a su móvil, hace una nueva llamada. En esta
ocasión, parece tratarse de alguna amiga que se encuentra con un
problema de salud. Como a su hijo, con tono sosegado, la consuela
afirmando que a ella misma también le cuesta levantarse por las
mañanas y ponerle cara al día, pero que hace de tripas corazón y,
pasadas las horas se encuentra cargada de energía positiva. Después
le dice que, esta misma semana, se irá unos días a Madrid para
estar con su hijo porque está algo “chungo” y quiere
acompañarle. Por último le ofrece salir esa misma tarde a tomar un
café, de lo que se excusa su interlocutora. Quedan en verse a su
regreso. El tren para en Santa Eulalia de Manzaneda y Duke se
inquieta por llegar.
Vuelve
a marcar un número, pienso que el teléfono está a punto de echar
humo. Aguarda un rato, no le contestan y guarda el móvil en su bolso
del que, al mismo tiempo, extrae un iPod que prende a la solapa de su
abrigo y, colocándose los auriculares, sin levantar la vista de su
regazo se pone a escuchar música. No pasan cinco minutos cuando le
suena el aparato. Es otra amiga, a quien había llamado sin éxito
con anterioridad. “Siento haberte despertado”, dice y, de nuevo
cuenta lo mismo que a la anterior, que se va unos días a Madrid, que
su hijo está vago, que no lleva a su madre…, y que se lleva el
blusón para usarlo como pijama (¡!). El tren entra un túnel y se
corta la comunicación. Una vez que sale de él, mi compañera de
viaje vuelve a la carga y llama a su amiga, aún sabiendo que en dos
minutos entraremos en un nuevo túnel bajo la ciudad. Se le vuelve a
cortar y llegamos a la estación de Llamaquique, donde se apea con el
móvil en la mano, volviendo a marcar un número, cuyo abonado habría
de enterarse usos minutos después que doña “X” se marchaba a
Madrid el jueves para visitar a su hijo proyectista.
Vuelvo
a Sama en Alcotán por miedo a atragantarme con más “empanadillas
de Móstoles”. Duke me dice que no vuelva a hacerle “esto”.
Marcelino M. González
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