De agosto de 2009.
Allí
estaba yo, solo en la fría madrugada madrileña, en algún lugar de
la M-30, sin saber qué hacer, porque nada había previsto. Vestido
de bonito, con mi petate y mis dudas. Mis estremecedoras dudas. Un
autocar, rebosante de soldaditos como yo, me había depositado allí
para continuar su viaje a Valencia. Solo veo asfalto, un puente y
algunos árboles. Permanezco quieto durante un buen rato, quince o
veinte minutos, pensando qué hacer para llegar a una boca de Metro.
Pasa un taxi y decido pararlo. “Por favor puede llevarme hasta la
estación de metro más próxima”. El del coche me mira estupefacto
como pensando ¿de dónde habrá salido este paleto? Y, sin articular
palabra, señala con un dedo entre los árboles. Me doy cuenta en ese
instante que a no más de cincuenta metros, justo tras la foresta,
hay una indicación “M”. De todas formas el hombre me hace señas
para que suba al coche y me lleva hasta ella. “Suerte chaval”.
Parco en palabras que era él, lo que es raro en los de su profesión.
Sin cobrar la corta carrera, se fue entre la bruma matutina.
Así
comenzaban las aventuras y desventuras militares de quien les aburre
desde esta página. En el Madrid de los Austrias y de Adolfo Suarez,
con una democracia y una constitución recién estrenadas, un título
en derecho aún no documentado, una novia aquí, y todas las
ilusiones del mundo congeladas en un arcón hasta que esa maldita
obligación para con la patria se acabase. La fortuna o mi condición
universitaria, no sé, me hizo recalar en las oficinas de un batallón
de tanques en el mayor cuartel de la capital para perder un año
entero escribiendo oficios de estrella a estrellas y de éstas a
sables. Allí estaba yo con una olivetti cuasiportátil sin otra
ocupación más que ir con papeles del teniente al capitán, de éste
al comandante y, tres o cuatro veces diarias, rendir cuentas al
teniente coronel que era, a la postre, el baranda del castillo. Justo
al lado de mi oficina estaba el bar de oficiales, con más
predicamento que Casa Olivo en sus buenos tiempos, donde entraban
todas las estrellas del firmamento. De alférez a coronel, allí
paraban todos tres o cuatro veces al día, y allí hablaban de lo
suyo, de la guerra, de sus guerras…, sin temor a que dos ignorantes
camareros de la Mancha sospechasen la futurible realidad de sus
conversaciones conspiratorias, sin miedo a que un escribiente letrado
de Asturias se tomase en serio sus juegos de guerra. Hacía poco que
habían llegado de la célebre Marcha Verde, sin haber podido
escabechar a ningún moro. Ese año estuve en Chinchilla y San
Gregorio con mi olivetti a cuestas, y allí conocí a dos caballeros
de los ejércitos de Su Majestad, los Generales Juste y Quintana
Lacaci, piezas clave en el aborto del golpe del 23-F, y éste último
vilmente asesinado por los hijosdeputa en 1984. Eran el jefe de la
Brunete y el Capitán General de Madrid, respectivamente.
Los
que conspiraban en el bar, en mi bar, eran otros que, por lo que se
ve, no tuvieron los güevos de secundar el golpe de Tejero, Millans y
Armada, pero que unos meses más tarde de su fracaso, sí fueron tan
imbéciles como para firmar el conocido como “Manifiesto de los
100”, que apoyaba lo que ya estaba en la negra historia de España.
¡Hay que ser gilipollas!. El general Quintana arrestó a todos y les
mandó a tomar por saco. Duke conoció a muchos de ellos y, ahora,
visto desde lejos se nos erizan los vellos al pensar que podíamos
haber sido testigo directo de una involución histórica. ¿Nunca lo
han pensado? Tenía ganas de contarlo…, quizás algún día les
diga algo más.
Marcelino
M. González
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