sábado, 5 de diciembre de 2009

ATASCO


He de reconocer que no soy un hombre paciente. Eso no quiere decir que sea impaciente, que va. Soy capaz de pasarme horas, días…, semanas enteras confeccionando una maqueta en papel de los Picos de Europa o de la capilla del Carbayu, a rigurosa escala milimétrica. Sin embargo hay cosas que no soporto como es irme un fin de semana a Pola del Tordillo cuando se, con toda seguridad, que en el cruce de la Venta del Gochu se monta tal pifostio que llegan a hacerse caravanas de tres, cuatro o la de dios de kilómetros. Así es que me quedo en casa y veo los atascos esos por la tele o los escucho por la radio y, en el fondo, siempre pienso que “quien por su gusto “corre”, jamás en la vida cansa”, de tal manera que el que se va para dos días y se echa uno de ellos en el coche parado, contemplando el absurdo paisaje de la carretera y aguantando a su santa y a sus causahabientes, pues eso, que se joda. Al menos eso es lo que pensaba hasta el otro día en que padecí tal atasco que dejé de pensar eso de los pobres conductores, sufridos y ejemplares padres de familia.

Me avisa la mandakari que uno de los fregaderos de la cocina no traga el agua, que no evacúa vamos. Me uniformo al efecto y saco mi caja de herramientas donde no falta de nada, como en los programas esos de Patxi donde se lo pone todo a güevo el tal Merlín y, en poco menos de media hora, se hace una librería digna de la biblioteca nacional. Retiro todos los productos que hay bajo el fregadero y me dispongo a la faena, igual que “El Juli”. Desenrosco por aquí, desmonto por allá y, al poco tiempo descubro que la obstrucción está en la bajante. Hasta aquí todo normal y muy profesional. Introduzco instrumentos alargados por ella y compruebo con agua a presión que no desatasca. Ello me supone una pequeña inundación que limpio con rapidez. Mientras pienso en la estrategia fumo un cigarrillo y me planteo que si lo que obstruye no va para abajo deberá de salir, es decir, ir para arriba, así es que me voy por la aspiradora que mi mujer utiliza para las alfombras. Introduzco su bocal y le doy al interruptor. Chispazo, olor a chamusquina y el automático a tomar por saco. Subo la tecla, retiro el electrodoméstico, y decido irme en busca de ayuda. Tanta herramienta y lo que realmente necesito es un desatascador. En la tienda planteo mi problema y salgo de allí provisto de un muelle de esos que penetran en los lugares más recónditos y de un producto que, parece ser, limpia hasta el honor de Luis Roldán. “Manténgase fuera del alcance de los niños”, dice, además de traer un montón de pictogramas -cruces, calaveras, etc.-. Total que me dejé en la tienda treinta zapateuros. De nuevo en casa, echo el producto en la bajante y espero quince minutos a que haga efecto, como si fuera una aspirina. De repente aquello empieza a echar humo y, raudo, me aparto de allí temiendo una explosión o algo similar. Acojonado, salgo a la terraza y, desde allí -a hurtadillas-, veo que aquello sigue humeando como una fumarola y produciendo unos chisporroteos infernales. ¡Vaya la que armé, cuando llegue la Jefa me corta los…”, digo para mis adentros. Al cabo de media hora cesan los síntomas y, con precaución, me acerco, introduzco el muelle, luego de nuevo la manguera y compruebo, con júbilo, que el agua circula por la bajante. “Lo que hacemos los técnicos, ¿eh Duke?”.

Llega la dueña de la casa y, ufano, le digo que todo está arreglado, y la cocina inmaculada como si por ella hubiera pasado una brigada entera de limpieza. Recibo un beso como premio y me voy a mis asuntos. Cuando, al cabo de dos horas, regreso a casa me encuentro con mi Santa cabreada y, de nuevo, con la cocina patas arriba. “Ahora no funciona la aspiradora”, me espeta. Total, que al final solucioné el dichoso atasco con trescientos cincuenta zapateuros más. Desde entonces prefiero los atascos de carretera. ¡Qué remedio!

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