jueves, 8 de junio de 2017

HORA PUNTA EN EL SÚPER

La que armé.



Lo que nos pasa a nosotros no le ocurría ni a La Pantera Rosa en sus mejores tiempos. Queremos creer que son cosas del azar o del destino, aunque casi todas las semanas nos pasa algo por el estilo. ¿Nos habrá mirado un tuerto? Mientras tecleaba nuestra última columna, aquella de las niñas ghótikas, mi mujer ultimaba los preparativos del almuerzo. Garigolos, decía el cartel del menú o, lo que es lo mismo y en cristiano, pote de garbanzos. Esto es lo que ocurrió, en tiempo real: entra en mi leonera y me dice que se ha quedado sin sal y que debo de ir al super. De paso me traes aceite, detergente y galletas, me ordena. Sin rechistar, porque se como se las gastan estas mandakaris, me voy no sin antes hacer una lista de los mandados, no sea que vuelva a casa sin algo y me caiga el gran chorreo. Son las dos de la tarde y el super hierve de gente, muchos de ellos pringaos como yo a cuya Santa también se le ha olvidado alguna cosa, todos lista en mano. Se dónde están las cosas y siempre procuro hacer la compra con la máxima rapidez de la que soy capaz. Hay pocos, y pocas, más rápidos que yo. Como son cuatro cosas no cojo trasporte, ni carrito ni cestita, todo en la mano. Craso error.

Con todos los encargos en una brazada, me dirijo a la caja, cuando, al girar en un pasillo, me doy de frente contra el carro de una señora y se me van al suelo galletas, sal y aceite. ¡Toma rapidez! El detergente lo llevo agarrado por el asa y se libra de la quema. Y menuda quema. Sofrito, diría yo. Allí queda todo, roto y amalgamado, ocupando el pasillo y pasando bajo las estanterías. Un verdadero desastre, y yo como un tomate sin saber que hacer. Inmediatamente llega la encargada y llama a una compañera que provista de cubo y fregona se dispone a limpiar el estropiciu. No se preocupe y siga con su compra, me espeta con cara de pocos amigos. Lo siento, he tropezado, le contesto. Cuando me dispongo a irme piso unas gotas de aceite y me caigo de culo contra el calderu de agua que también de derrama junto al detergente que llevo en la mano. Faena completa. La mitad de las empleadas de limpieza, y mis pantalones empapados de aquella mezcla indescriptible. Y la gente, descojonándose de mí, poco menos que me echó de aquel fatídico pasillo. Al final, entafarrado y humillado, cojo de nuevo las cuatro cosas y logro llegar a la caja sano y salvo, esta vez valiéndome de una cesta. Espero a la cola durante unos diez interminables minutos, cuando llega mi turno. Doy mi tarjeta para pagar la compra, y la cajera, mirándome de soslayo por encima de sus gafas, me dice que el plástico no pasa. Inténtelo otra vez, por favor, le pido sin saber donde meterme. Lo que me faltaba, además no llevo dinero encima. Pues lo siento pero no la admite, ¿no tiene otra tarjeta? Ni perres, le contesto. Dejo esto aquí y voy por elles a casa, vuelvo ahora. Y para allá me voy avergonzado, pringado y de vacío. Había pasado casi media hora desde que me había ido a comprar.

Nada más abrir la puerta oigo que, desde la cocina, mi mujer me dice cabreada: “ya fuiste a tomar algo, eh. No se te pué mandar ná”. Cuando ve el penoso estado en que llego me pregunta que si vengo de la guerra. ¿Dónde está la compra?, me grita. En el suelu del super esparcía, y la tarjeta no tien saldo, le grito yo. Hay que ir a pagar y recoger les coses. Pues vas tú, dice ella, no pensarás que voy vestíme ahora solo pa eso. Así es que me desnudo, tomo una ducha, pongo ropa limpia, cojo les perres y vuelvo para el dichoso supermercado. Nada más entrar en él me encuentro con un recibimiento digno del Majarajá de Kapurtala, pero al revés y sin alfombra. El pasillo en cuestión está todavía lleno de espuma y todos me miran como queriendo descifrar en mi persona si soy tan torpe como realmente acababa de demostrar. Pago y a la salida me encuentro a mi amigo Tista que me dice: “Esto seguro que no lo cuentas en LNE”. Pues, antes de comerme los garigolos, es lo que acabo de hacer. Aunque me pese. Duke también tiene sus fallos. Y a mucha honra.


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