La que armé.
Lo
que nos pasa a nosotros no le ocurría ni a La Pantera Rosa en sus
mejores tiempos. Queremos creer que son cosas del azar o del destino,
aunque casi todas las semanas nos pasa algo por el estilo. ¿Nos
habrá mirado un tuerto? Mientras tecleaba nuestra última columna,
aquella de las niñas ghótikas, mi mujer ultimaba los preparativos
del almuerzo. Garigolos, decía el cartel del menú o, lo que es lo
mismo y en cristiano, pote de garbanzos. Esto es lo que ocurrió, en
tiempo real: entra en mi leonera y me dice que se ha quedado sin sal
y que debo de ir al super. De paso me traes aceite, detergente y
galletas, me ordena. Sin rechistar, porque se como se las gastan
estas mandakaris, me voy no sin antes hacer una lista de los
mandados, no sea que vuelva a casa sin algo y me caiga el gran
chorreo. Son las dos de la tarde y el super hierve de gente, muchos
de ellos pringaos como yo a cuya Santa también se le ha olvidado
alguna cosa, todos lista en mano. Se dónde están las cosas y
siempre procuro hacer la compra con la máxima rapidez de la que soy
capaz. Hay pocos, y pocas, más rápidos que yo. Como son cuatro
cosas no cojo trasporte, ni carrito ni cestita, todo en la mano.
Craso error.
Con
todos los encargos en una brazada, me dirijo a la caja, cuando, al
girar en un pasillo, me doy de frente contra el carro de una señora
y se me van al suelo galletas, sal y aceite. ¡Toma rapidez! El
detergente lo llevo agarrado por el asa y se libra de la quema. Y
menuda quema. Sofrito, diría yo. Allí queda todo, roto y
amalgamado, ocupando el pasillo y pasando bajo las estanterías. Un
verdadero desastre, y yo como un tomate sin saber que hacer.
Inmediatamente llega la encargada y llama a una compañera que
provista de cubo y fregona se dispone a limpiar el estropiciu. No se
preocupe y siga con su compra, me espeta con cara de pocos amigos. Lo
siento, he tropezado, le contesto. Cuando me dispongo a irme piso
unas gotas de aceite y me caigo de culo contra el calderu de agua que
también de derrama junto al detergente que llevo en la mano. Faena
completa. La mitad de las empleadas de limpieza, y mis pantalones
empapados de aquella mezcla indescriptible. Y la gente,
descojonándose de mí, poco menos que me echó de aquel fatídico
pasillo. Al final, entafarrado y humillado, cojo de nuevo las cuatro
cosas y logro llegar a la caja sano y salvo, esta vez valiéndome de
una cesta. Espero a la cola durante unos diez interminables minutos,
cuando llega mi turno. Doy mi tarjeta para pagar la compra, y la
cajera, mirándome de soslayo por encima de sus gafas, me dice que el
plástico no pasa. Inténtelo otra vez, por favor, le pido sin saber
donde meterme. Lo que me faltaba, además no llevo dinero encima.
Pues lo siento pero no la admite, ¿no tiene otra tarjeta? Ni perres,
le contesto. Dejo esto aquí y voy por elles a casa, vuelvo ahora. Y
para allá me voy avergonzado, pringado y de vacío. Había pasado
casi media hora desde que me había ido a comprar.
Nada
más abrir la puerta oigo que, desde la cocina, mi mujer me dice
cabreada: “ya fuiste a tomar algo, eh. No se te pué mandar ná”.
Cuando ve el penoso estado en que llego me pregunta que si vengo de
la guerra. ¿Dónde está la compra?, me grita. En el suelu del super
esparcía, y la tarjeta no tien saldo, le grito yo. Hay que ir a
pagar y recoger les coses. Pues vas tú, dice ella, no pensarás que
voy vestíme ahora solo pa eso. Así es que me desnudo, tomo una
ducha, pongo ropa limpia, cojo les perres y vuelvo para el dichoso
supermercado. Nada más entrar en él me encuentro con un
recibimiento digno del Majarajá de Kapurtala, pero al revés y sin
alfombra. El pasillo en cuestión está todavía lleno de espuma y
todos me miran como queriendo descifrar en mi persona si soy tan
torpe como realmente acababa de demostrar. Pago y a la salida me
encuentro a mi amigo Tista que me dice: “Esto seguro que no lo
cuentas en LNE”. Pues, antes de comerme los garigolos, es lo que
acabo de hacer. Aunque me pese. Duke también tiene sus fallos. Y a
mucha honra.
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