lunes, 26 de junio de 2017

BALDOSAS ASESINAS

Igual que un pincel salía yo para el Pregón de las Fiestas de San Pedro. Zapatos nuevos, traje y corbata, y colonia de esas que una gota te vale más que una botella de Dom Perignon. Mi mujer al lado, guapa, elegante… ¿Qué voy a decir de cómo iba la mandakari?, a tono conmigo y con olor a jazmín. No podíamos ir de otra manera ya que estaríamos con la flor y nata de la sociedad langreana. Ya íbamos algo apurados por aquello del último retoque de labios y la raya del ojo cuando poco antes de llegar al salón de la solemne ceremonia mi insensato pie derecho se posa sobre una baldosa mal asentada y despegada con el catastrófico resultado que excuso mencionar. Al tiempo que recibía la salpicadura de agua y barro en mis zapatos y pantalones, también sentí en mis carnes una bofetada como un estallido. ¿Por qué no mires dónde pises?, mira cómo acabes de ponéme. Cago en tó. Pero mujer ¿qué culpa tengo yo, no ves que la baldosa está suelta? Pues ahora a ver qué hacemos. ¿No pensarás ir ahí con estes pintes?, me dice encolerizada. Entramos en alguna cafetería a limpianos, le respondo. Tú estás mal del tarro, ¿qué pienses que vamos a limpiar con les trazes que tengo? Llévame pa casa. Pero cariño, que no nos da tiempo, que falten diez minutos pa que empiece. Pues que esperen, dice sin posibilidad de réplica.

Volvemos a nuestra casa y nos cambiamos de ropa. Otro traje, otros zapatos, otras medias, otro vestido… Pasan veinte minutos y estoy listo y dispuesto a irme. Ella sigue en el cuarto de baño. Churri, ¿fáltate mucho?, venga que eso ya debió de empezar. Un cuarto de hora más, y no sale. Pero bueno, ¿no me dirás que estás pintándote otra vez? Pues claro, ¿no ves que el maquillaje de antes no me va con esti vestidu, el bolsu y los zapatos? Vale, vale, pero date prisa. Mientras la espero y echo un pitu, Duke, maquiavélico, me pregunta si la alcaldesa no habrá pisado también esa baldosa. No estaría nada mal.

Llegamos al Pregón una hora después de haber empezado. El salón repleto de gente engalanada nos mira, susurrando y comentando nuestra descortesía. Ante el atril, el Pregonero interrumpe su disquisición y espera a que hayamos tomado asiento para reanudarla. Como un tomate estaba yo, se me había acalorado hasta el paladar. Mi mujer, con la cabeza bien alta, me dice: “Y esos, ¿qué miren?, ¿tenemos monos en la cara o qué?”. Termina el acto y, ya más tranquilos, salimos al exterior de la sala. Tocan los saludos y reverencias. En ello estamos cuando, sonriente, se acerca a nosotros un viejo amigo. Mi mujer se pone pálida. “Os presento a mi esposa…”, nos dice. Incrédulo, al tiempo que la saludo, veo que lleva un vestido igual que el de la mía, que ha jurado no volver a más pregones. Todo por culpa de una baldosa. Le he puesto una cruz, procuren no pisarla.

Marcelino M. González


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