Igual
que un pincel salía yo para el Pregón de las Fiestas de San Pedro.
Zapatos nuevos, traje y corbata, y colonia de esas que una gota te
vale más que una botella de Dom Perignon. Mi mujer al lado, guapa,
elegante… ¿Qué voy a decir de cómo iba la mandakari?, a tono
conmigo y con olor a jazmín. No podíamos ir de otra manera ya que
estaríamos con la flor y nata de la sociedad langreana. Ya íbamos
algo apurados por aquello del último retoque de labios y la raya del
ojo cuando poco antes de llegar al salón de la solemne ceremonia mi
insensato pie derecho se posa sobre una baldosa mal asentada y
despegada con el catastrófico resultado que excuso mencionar. Al
tiempo que recibía la salpicadura de agua y barro en mis zapatos y
pantalones, también sentí en mis carnes una bofetada como un
estallido. ¿Por qué no mires dónde pises?, mira cómo acabes de
ponéme. Cago en tó. Pero mujer ¿qué culpa tengo yo, no ves que la
baldosa está suelta? Pues ahora a ver qué hacemos. ¿No pensarás
ir ahí con estes pintes?, me dice encolerizada. Entramos en alguna
cafetería a limpianos, le respondo. Tú estás mal del tarro, ¿qué
pienses que vamos a limpiar con les trazes que tengo? Llévame pa
casa. Pero cariño, que no nos da tiempo, que falten diez minutos pa
que empiece. Pues que esperen, dice sin posibilidad de réplica.
Volvemos
a nuestra casa y nos cambiamos de ropa. Otro traje, otros zapatos,
otras medias, otro vestido… Pasan veinte minutos y estoy listo y
dispuesto a irme. Ella sigue en el cuarto de baño. Churri, ¿fáltate
mucho?, venga que eso ya debió de empezar. Un cuarto de hora más, y
no sale. Pero bueno, ¿no me dirás que estás pintándote otra vez?
Pues claro, ¿no ves que el maquillaje de antes no me va con esti
vestidu, el bolsu y los zapatos? Vale, vale, pero date prisa.
Mientras la espero y echo un pitu, Duke, maquiavélico, me pregunta
si la alcaldesa no habrá pisado también esa baldosa. No estaría
nada mal.
Llegamos
al Pregón una hora después de haber empezado. El salón repleto de
gente engalanada nos mira, susurrando y comentando nuestra
descortesía. Ante el atril, el Pregonero interrumpe su disquisición
y espera a que hayamos tomado asiento para reanudarla. Como un tomate
estaba yo, se me había acalorado hasta el paladar. Mi mujer, con la
cabeza bien alta, me dice: “Y esos, ¿qué miren?, ¿tenemos monos
en la cara o qué?”. Termina el acto y, ya más tranquilos, salimos
al exterior de la sala. Tocan los saludos y reverencias. En ello
estamos cuando, sonriente, se acerca a nosotros un viejo amigo. Mi
mujer se pone pálida. “Os presento a mi esposa…”, nos dice.
Incrédulo, al tiempo que la saludo, veo que lleva un vestido igual
que el de la mía, que ha jurado no volver a más pregones. Todo por
culpa de una baldosa. Le he puesto una cruz, procuren no pisarla.
Marcelino
M. González
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