Hubo tiempos en que mi corbata fue
mas importante que mi propia persona. Cada noche, con mi examen de
conciencia y mis previsiones para el día próximo a manecer, el
lugar introspectivo mas importante lo ocupaba la toma de decisión
acerca del modelo que adornaría mi camisa: Azul o roja; lunares,
lisa o rayas; ¿discreta?; nudo windsor; ¿ocultará el último
botón?...Todo dependía de mi estado de ánimo y mis proyectos del
día siguiente. De nada servían mis peleas nocturnas porque la
decisión siempre se tomaba tras el desayuno. Con el tiempo simpre
usé corbatas discretas con doble nudo, nunca lisas y siempre
anudadas de forma que la camisa no mostrara sus botones. Al fin y al
cabo es para lo que sirve una corbata. Había analizado
minuciosamente las corbatas de quienes habitualmente las utilizaban:
los políticos, presentadores de televisión, actores, S.M. El
Rey.... La que a mí me satisfacía era distinta a todas,
completamente diferente: sin tener un cuello regio me gustaban sus
nudos, no sus colores; no siendo mediterráneo, sino puro celta, me
llenaba el porte y los colores de las de Zaplana, pero no sus nudos
desalineados. Una simple mirada a la vestimenta de cualquier
personaje bastaba para saber cuál era la importancia que éste le
daba al complemento, y a sí mismo como personaje. Y así verdaderos
profesionales perdían parte de su valor como tales por su dejadez
utilizando ese complemento o, al contrario, por sus excesivos
escrúpulos y refinamientos en su elección y acicalado. Lo mío fue
una obsesión, un verdadero culto a la Corbata. Hasta que, por ello,
Duke me perdió el respeto.
Me había resistido a usarla, aún
cuando hacía tiempo que había cumplido la mayoría de edad, y pese
a las insistencias de mis mayores y de mi círculo de amistades.
Llegada esa hora, las chicas ya podían vestirse de largo y, en
consecuencia, salir con chicos, y de nosotros no cabía menos que
esperar, como signo de madurez, el que anudáramos entorno a nuestro
cuello el complemento opresor que certificaría, en adelante, nuestra
pertenencia al grupo de los “incipientes hombres del futuro”. Sin
embargo, pese a tan halagüeñas perspectivas, las corbatas me daban
repelús y grima. Me veía camino del patíbulo, con un pañuelo
negro sobre mis ojos, una pesada soga presionando mi yugular y las
sienes a punto de reventar. Coceptuaba su uso como el mas claro
símbolo del decadente capitalismo, como el mas flagrante emblema de
ser miembro del “Grupo”, de la “Manada”...Eso es, “La
Manada”. Mi prehistoria fue corbatofóbica.
Y un buen día fijé mis ojos en
una hermosa mujer que, habiendo pasado por su puesta de largo, me
exigió lo propio. Al tiempo, ya en círculos universitarios, debías
uniformarte para no estar marginado. Un examen oral te aportaba parte
del aprobado si acudías trajeado. Y así sucesivamente: nada sin
corbata. Todas las actividades sociales siempre debía de ir
acompañadas de la mas adecuada. Si en un determinado momento te la
desanudabas tenías que hacerlo con clase como si fueras un Robert
Redford cualquiera en el papel de Woodward en “Todos los hombres
del Presidente”, ya saben el asunto del Watergate. Llegué al punto
de no permitir que nadie eligiera una corbata para mí y de buscar
mis corbatas en lugares remotos y fuera de toda lógica. Sin embargo,
pese a su mal gusto, admiraba a J.M. Carrascal por su atrevimiento y
desenfado, pese a que siempre supe que nunca desluciría un traje con
semejantes horrores. ¿Por qué esa paradoja?.
Tuvo que venir Duke y explicarme
el motivo y el porqué me había perdido el respeto. “Mira Jefe, me
dijo, tus corbatas no son mas que tus espectativas de triunfo, tus
estados de ánimo, tus cacaos mentales, tus presunciones, tus
orgullos, tus ambiciones y tus envidias. Salvo esto último, puedes
tenerlo absolutamente todo, y mas, sin que para ello debas de
emparejarlo con una corbata mas o menos bonita, mejor o peor puesta.
Déjate de pasear corbatas y paséame a mí, que soy quien realmente
te propongo buenas cosas. Póntela solamente cuando tengas algo muy
importante que decir”.
Sepan ustedes que Duke es mi
oráculo particular, por eso siempre hago caso de sus proposiciones
y, aunque resulte extraño, me permito escribirlas y, ambos, tenemos
la enorme suerte de verlas publicadas. De ahí que hoy, dada la suma
importancia de lo que tenía que decirles, me vean encorbatado con
nudo windsor y sin que se vea un solo botón de mi camisa. Al fin y
al cabo es para lo que sirve la corbata.
Marcelino M. González
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