Supongo
que recuerdan la canción de María Dolores Pradera porque, al igual
que la dama, sigue vigente y escuchándose en las ondas. Hay
canciones que permanecen en la memoria, siguen versionándose década
tras década y son eternas. Ésta es una de ellas. Alguno me dirá
que letra y música son de Chabuca Granda o de los Sabandeños, y yo
le diré que a lo mejor, tal vez o yo que se. Lo que nadie me negará
es que fue Mariloli la que más la cantó y sigue cantando, gracias a
su poderosa y personal voz. Claro, como que ye d’ella: “Jazmines
en el pelo y rosas en la cara/airosa caminaba la flor de la
canela/derramaba lisura y a su paso dejaba/aroma de mixtura que en el
pecho llevaba”. Y no les canto más. A lo que vamos: corría el año
de nuestro señor 1974 -mira tú si llovió desde entonces-, era mi
primer año de facultad y a ella me dirigía con un compañero en
entretenida conversación (posiblemente fuese de chicas o mujeres)
cuando de pronto resonó en toda la plaza un blom, plaf, catacrac, o
como se pueda denominar a la onomatopeya de un golpe, más bien de
uno tras otro. Inmediatamente dirigimos la mirada hacia el lugar de
donde procedían aquellos tremendos ruidos. Cuatro coches, cuatro,
estaban parados en la calzada y empezaban a abrirse sus puertas para
dar paso a sus conductores que, con las manos en la cabeza iban a
comprobar el alcance del estropicio. Alcance precisamente es lo que
había ocurrido. Presumiblemente el primero había reducido su
velocidad por algún motivo, al segundo no le dio tiempo a frenar y
tampoco al tercero y al cuarto. También por algún motivo.
Evidentemente mi amigo y yo dimos en un periquete con él.
Erguida,
sin inmutarse por el percance, caminaba con su rubia melena al viento
sobre unos tacones de diez o veinte centímetros, meneando las
caderas y también -por qué no decirlo- sus poderosas razones
torácicas que no sujetaba ningún dispositivo con ballenas, tan solo
una breve camiseta pegada a la piel como un guante de cirujano. Ese
había sido el motivo del alcance vehicular, y no era para menos.
Créanme.
Que
por qué les cuento esto después de tantos años. Muy sencillo,
primero porque por entonces Duke no les daba la vara en estas
páginas, y segundo porque algo parecido le ocurrió hace unos días
a un querido y célebre amigo. Él mismo me lo contó. Paseaba en
bicicleta por el carril al efecto cuando vio a un tío que -según
sus propias palabras- subía hasta por encima de la cabeza una enorme
piedra, la mantenía en alto unos segundos y volvía a bajarla,
repitiendo la operación sucesivamente y sin descanso. Mi colega le
rebasó y, sin dar crédito a sus ojos, continuó mirando hacia atrás
pensando para sí que el fulano estaba majara, cuando de repente un
banco del paseo se cruzó en su camino y se fue de morros contra el
suelo yendo a parar a un parterre de flores de temporada. No las
había de canela, pero sí alguna que otra ortiga. Dicen que la
curiosidad mató al gato.
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