martes, 6 de junio de 2017

BARBEROS

Los de antes.



La navaja para afeitar, la tijera para cortar. El solitario en el dedo anular y el meñique extendido hacia el cielo, el olor a Floyd, la bata blanca y corta con la botonadura del lado derecho, por supuesto, y la manicura exquisita, casi de pianista. Un montón de revistas atrasadas encima de la mesa, la radio en Protagonistas por la mañana y en el consultorio de Elena Francis por la tarde. Los clientes inquietos en la espera, contando los minutos que les quedan para sentase en el potro de tortura y, de paso, escuchando con desidia la conversación que mantienen los dos protagonistas en escena. Llega el turno. Antes de comenzar su trabajo el buen profesional exhibe su destreza con la herramienta esgrimiendo varios tijeretazos rápidos al aire como queriendo decir soy el mejor en esto y aquí mando yo. El artesano del cabello habla con autoridad, no podía ser de otra forma. Siempre creí que esa calidad solo era patrimonio de los que trabajaban en pié frente a un auditorio callado, expectante y respetuoso. El barbero siempre tiene razón y lo que él dice va a misa, no sea que se le vaya la tijera y corte algo más que apéndices capilares.
No es una profesión cualquiera, faltaría más. Es el oficio de aquellos que están permanentemente en contacto con la gente de la calle, con los clientes, con la familia de los clientes, con las gentes que pasan por delante de la peluquería y con las familias de los paseantes. Conozco a peluqueros de los de antes, barberos, que son un pozo de sabiduría, son el Fondón de la sapiencia. Éllos que recogieron los peines y las tijeras de sus padres también heredaron las facultades investigadoras que debe de tener un barbero que se precie de buen profesional. Quien necesite de sus servicios debe de saber que acudir a sus establecimientos es igual que tomarse en Londres el té de las six o’clock, un ritual para el que se necesita tiempo y paciencia. Sentarse en ese sillón significa relajar cuerpo y mente y estar dispuesto a pasar por un tercer grado, o lo que es lo mismo someterse a la prueba del polígrafo. Preguntas y opiniones. Todo estriba en contestar su encuesta con monosílabos y escuchar atentamente sus atinadas sentencias, “díxolo Xuan, puntu redondu”. Recordarán que siglos ha, los barberos se ocupaban también de las extracciones dentales. No me cabe la menor duda de que eran los primitivos “sacamuelas”, y nadie preguntaba más que ellos. Al refranero me remito. Y entre pregunta, respuesta y opinión hay que estar al día de la vida exterior, de quienes pasan por la calle: “buenos días Pepe, buenas tardes Juan, ¿qué tal el paisano, María?…”. Nada se le escapa al barbero. Pero es que, además, son los más entendidos en fútbol, política y relaciones laborales, al igual que sus colegas del sexo opuesto lo son de los affaires de los personajes y personajas de la Jet y, en estos tiempos que corren, de los frikies y macarrillas de las teles de este país de sobraos. Saben lo que no está escrito sin necesidad de la Enciclopedia Británica ni de diccionarios. Evidentemente lo escrito también lo saben.
Claro que, estos profesionales de tijera y navaja, no están hechos para todo el mundo. No toda la tropa es digna de su encomiable trabajo y de sus sabios consejos. De todos es conocida aquella anécdota en que un adusto ciudadano acudía a una barbería de las de antes. El barbero le preguntó cómo se lo cortaba. “En silencio”, fue la respuesta. Duke, que también va a la peluquería, prefiere escuchar y permanecer callado mientras dura la faena y le crecen las orejas. Tiene la lección bien aprendida.
Marcelino M. González


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