martes, 6 de junio de 2017

A UN PN

Primero disfrutar de él, para luego ponerlo en cuarentena. Estas matronas de Wisconsin -no podían ser de otro lugar- son egoístas hasta el paroxismo. Las cuatro han dicho “o para mí o para nadie”, y como no se ponían de acuerdo en el reparto, sí consensuaron en matar al mensajero, al propio usuario de la preciada herramienta. Cuentan las crónicas veraniegas que tres ocasionales amantes y la esposa de un ciudadano de Calumet (bien podría ser de Pola del Tordillo), despechadas ante la promiscuidad del cowboy, y previa denuncia de una de ellas, decidieron escarmentarle atándole al tálamo amatorio y aplicando al cimbel pecador un fuerte pegamento que lo unió, casi de forma inseparable, al vientre del pichabrava. Constituye un secreto de sumario si los galenos intervinientes en la solución tuvieron que usar disolvente, bisturí, o quizás se vieron obligados a llamar a los artificieros para hacer una explosión controlada. También desconocemos las secuelas y daños colaterales. Lo que sí parece incontestable es que las cuatro arpías se enfrentan a un procesamiento por daños que puede costarles hasta seis años de cárcel. A cada una.

A falta del genio de un Paco Quevedo que dedique un soneto “A un pene”: “Érase un hombre a un pene pegado…”, pongamos por caso, Duke, que lleva pensando en ello varios días, ha querido erigirse en juez virtual de la felonía y para ello, como cuestión previa e imprescindible, decide proceder a una fiel reconstrucción de los hechos. Vean a esa esposa despechada y ahíta de las infidelidades a tres bandas de su Yongüein reunida con sus tres ninfoamigas entorno a la segunda botella de Jak Daniels, planificando con detalle el castigo del adúltero. Esa pelirroja fatal que coge el celular y cita al condenado en un chamizo maloliente de cualquier carretera polvorienta del midwest que no va a ninguna parte. Ese pobre inocente que llega en su destartalado cadillac, llama a una puerta desconchada de la que salen las cuatro cabreadas amazonas provistas de sogas, sábanas, esposas y cilicios, que lo inutilizan encima del casposo colchón, que lo desnudan dejando sus pecadoras vergüenzas expuestas al oprobio y la venganza, y dios sabe a qué más. Esas mujeres fatales que se lo trajinan, una tras otra, excitadas con los efluvios del bourbon, para terminar con el arma definitiva: ese frasco de loctite que es capaz de pegar al techo los zapatos de Tini Areces con él dentro. Un buen untado y asunto terminado. Y ahí lo dejan las cuatro ofendidas, pero satisfechas, vaqueras. Ya desatado, desesperado y pegado, observando su arma predilecta como queriendo desentrañar el misterio de la creación. Pónganse en su lugar, ¿qué harían ustedes?, ¿llamar al servicio de habitaciones, a los bomberos, al sheriff o al efebeí?

Ese Yongüein que, agarrado con ambas manos a sus escocidas partes, llega a la sala de urgencias del hospital de turno donde dos eficientes y atractivas enfermeras vuelven a ponerle en pelotas y, ante su aterradora mirada, comienzan a sacar instrumentos de tortura para liberar el capullo de sus ataduras bajo la observancia de un público abundante y divertido, o mas bien cachondeado. Ese forastero que, en su mismidad, piensa que no debería de haber cruzado el Mississippi y que esto le ocurre por picotear fuera de su gallinero. Y Duke, el juez de la horca, sentencia: ¡Que se la envaine, nunca mejor dicho. Por gilipollas!

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