Primero
disfrutar de él, para luego ponerlo en cuarentena. Estas matronas de
Wisconsin -no podían ser de otro lugar- son egoístas hasta el
paroxismo. Las cuatro han dicho “o para mí o para nadie”, y como
no se ponían de acuerdo en el reparto, sí consensuaron en matar al
mensajero, al propio usuario de la preciada herramienta. Cuentan las
crónicas veraniegas que tres ocasionales amantes y la esposa de un
ciudadano de Calumet (bien podría ser de Pola del Tordillo),
despechadas ante la promiscuidad del cowboy, y previa denuncia de una
de ellas, decidieron escarmentarle atándole al tálamo amatorio y
aplicando al cimbel pecador un fuerte pegamento que lo unió, casi de
forma inseparable, al vientre del pichabrava. Constituye un secreto
de sumario si los galenos intervinientes en la solución tuvieron que
usar disolvente, bisturí, o quizás se vieron obligados a llamar a
los artificieros para hacer una explosión controlada. También
desconocemos las secuelas y daños colaterales. Lo que sí parece
incontestable es que las cuatro arpías se enfrentan a un
procesamiento por daños que puede costarles hasta seis años de
cárcel. A cada una.
A
falta del genio de un Paco Quevedo que dedique un soneto “A un
pene”: “Érase un hombre a un pene pegado…”, pongamos por
caso, Duke, que lleva pensando en ello varios días, ha querido
erigirse en juez virtual de la felonía y para ello, como cuestión
previa e imprescindible, decide proceder a una fiel reconstrucción
de los hechos. Vean a esa esposa despechada y ahíta de las
infidelidades a tres bandas de su Yongüein reunida con sus tres
ninfoamigas entorno a la segunda botella de Jak Daniels, planificando
con detalle el castigo del adúltero. Esa pelirroja fatal que coge el
celular y cita al condenado en un chamizo maloliente de cualquier
carretera polvorienta del midwest que no va a ninguna parte. Ese
pobre inocente que llega en su destartalado cadillac, llama a una
puerta desconchada de la que salen las cuatro cabreadas amazonas
provistas de sogas, sábanas, esposas y cilicios, que lo inutilizan
encima del casposo colchón, que lo desnudan dejando sus pecadoras
vergüenzas expuestas al oprobio y la venganza, y dios sabe a qué
más. Esas mujeres fatales que se lo trajinan, una tras otra,
excitadas con los efluvios del bourbon, para terminar con el arma
definitiva: ese frasco de loctite que es capaz de pegar al techo los
zapatos de Tini Areces con él dentro. Un buen untado y asunto
terminado. Y ahí lo dejan las cuatro ofendidas, pero satisfechas,
vaqueras. Ya desatado, desesperado y pegado, observando su arma
predilecta como queriendo desentrañar el misterio de la creación.
Pónganse en su lugar, ¿qué harían ustedes?, ¿llamar al servicio
de habitaciones, a los bomberos, al sheriff o al efebeí?
Ese
Yongüein que, agarrado con ambas manos a sus escocidas partes, llega
a la sala de urgencias del hospital de turno donde dos eficientes y
atractivas enfermeras vuelven a ponerle en pelotas y, ante su
aterradora mirada, comienzan a sacar instrumentos de tortura para
liberar el capullo de sus ataduras bajo la observancia de un público
abundante y divertido, o mas bien cachondeado. Ese forastero que, en
su mismidad, piensa que no debería de haber cruzado el Mississippi y
que esto le ocurre por picotear fuera de su gallinero. Y Duke, el
juez de la horca, sentencia: ¡Que se la envaine, nunca mejor dicho.
Por gilipollas!
No hay comentarios:
Publicar un comentario