sábado, 24 de abril de 2010

GUARDAR LA ROPA


A uno le van cayendo años encima y esto de la memoria le trae a mal traer. El caso es que en estas últimas fiestas me fui unos días con mi mujer al sur a disfrutar un poco del sol, dado que por estos lugares se prodiga escasamente. Llamé a un amigo que reside allí para vernos y tomar un café, mientras mi esposa se iba a la playa. Quedamos en un bar del centro al que llegué cinco minutos antes de la cita. Pedí mi consumición y esperé. Habían pasado quince minutos, mi amigo aún no había llegado y, como conocía su puntualidad habitual, tiré de móvil y le llamé. Efectivamente me había confundido de lugar y el caso es que aquel sitio al que había ido por error me trajo a la memoria un viejo recuerdo. Nada más llegar al lugar correcto donde me esperaba, tras el abrazo y las disculpas de rigor, le conté la anécdota.

De aquello habían pasado más de dos décadas, Duke no había nacido. Era yo un pimpollo de poco más de veinte años, recién casado, que había recalado allí en viaje de novios. Una mañana, mi mujer decidió que, visto el calor reinante, tenía que cortarse el pelo, así es que se tomó la mañana para ello. Date un paseo o vete a la playa, nos vemos en el Bar “X” a la hora de comer, me dijo. Provisto tan solo del bañador y un libro la acompañé hasta la pelu y, sin muchas ganas de bajar a la playa, comencé a caminar distraídamente por el paseo marítimo echando un vistazo de vez en cuando al arenal cuando, en uno de ellos, veo a una chica que me hace señas ostensibles desde su hamaca. Bajé a la playa. Era una amiga de Langreo que pasaba allí sus vacaciones en compañía de su novio, pero él había ido al banco y a la agencia de viajes a hacer unas gestiones y habían quedado en un bar cercano. Le expliqué lo del pelo de mi costilla y que no sabía lo que hacer hasta que ella saliese de la peluquería. Ya veo que traes bañador, póntelo y quédate conmigo, me ofreció con una sonrisa. Sin dar importancia a lo que nadie pudiera pensar o decir, ya que estábamos lejos y nada malo hacíamos, le pedí una toalla para cambiarme y me puse el traje de baño, uno de aquellos que parecía una estampa floreá. Debí de ruborizarme al encontrarme con los calzoncillos en la mano sin saber dónde meterlos, cuando acudió en mi ayuda y me los pidió de forma displicente. Yo te los guardo, y los metió bien doblados en su bolsa de playa. Allí estuvimos charlando un largo rato hasta que llegó para los dos la hora en que habíamos quedado con nuestras respectivas parejas. Nos vestimos y nos fuimos juntos.

Resultó una coincidencia que ambos hubiéramos quedado en el mismo bar. Allí nos esperaban y, tras las presentaciones, charlamos animadamente y tomamos unas cañas de manera que terminamos comiendo allí. A mitad de comida me excuso y voy al servicio. Cuando me dispongo al “descargue” me percato de que aún llevo el bañador puesto y que los calzones están en el bolso de mi amiga. El corazón empieza a golpearme el pecho con fuerza. ¿Qué hago ahora?, ¿cómo se los pido delante de mi mujer y de su novio?, ¡vaya marrón! Salgo del servicio rojo como un tomate y me encuentro con mi amiga que, sonriente, me da los calzoncillos envueltos en un papel.

“Viniendo para aquí me acordé. Era el bar en el que estuve esperándote hasta ahora”, le dije a mi amigo. El libro era de autoayuda: “Cuerpos sin edad, mentes sin tiempo”.

Imágenes obtenidas de Google

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