miércoles, 17 de marzo de 2010

Y LOS SUEÑOS, CINE SON


Eran otros tiempos, quién lo va a negar. Los pantalones de pata de elefante y marcando paquete, las camisas de cuello largo y puntiagudo, aquéllas que traía Georgie Dann o Mickey el de los Tonis, los carapijos, el pelo largo en los hombres; y en las féminas el sinsostenismo, las botas altas por encima de la rodilla, las medias de red…, aquéllos en que aún no se había inventado el tanga ni siquiera en Copacabana. Cuando el cine de la sesión infantil, los carameleros y los programas dobles; cuando para ver una gran superproducción habían de sacarse sillas plegables a los pasillos porque no había aforo suficiente para albergar a todos los espectadores; cuando había un corte y, con el pertinente abucheo del respetable pidiendo luz, se tardaban cinco minutos en cortar la cinta y pegarla de nuevo; cuando se aplaudía viendo a Bogart besar a la Bergman; cuando a mitad de proyección llegaba el descanso y salía en pantalla aquello de “visite nuestro ambigú” y todo el mundo lo visitaba; cuando las pipas y el regaliz imperaban sobre las palomitas; y cuando el Orange Crush. Cinco cines en La Felguera, cuatro en Sama, y uno en Lada, en Ciaño y en Tuilla. Todos a rebosar.

Producciones sin efectos especiales -aún no de había inventado el PC (estaba exilado en París)-, una épica carrera de cuadrigas entre los corceles negros del Tribuno Messala y los blancos del judío Ben-Hur (nombres de estrellas: Aldebarán, Antares, Rigel y Altair), sin dobles, sin trampa y con poco cartón. O las esperadas voladuras de aquel puente sobre el río Kwai o de los cañones de Navaronne. O las frases: “Tócala otra vez, Sam”, “A Dios pongo por testigo…”, “Le haré una oferta que no podrá rechazar” de “Casablanca”, “Lo que el viento se llevó” y “El Padrino”, respectivamente. O las lágrimas que inundaron nuestros ojos cuando aquel niño consentido y rebelde tiende a la mano a Spencer Tracy que se hunde en la profundidad del océano al tiempo que le dice: “no te vayas Manuel”, aquel pescador que le había enseñado y puesto en vereda, y le llamaba “Mi pescadito”: la inolvidable “Capitanes intrépidos”. Y, como no, aquellas batallas entre indios y vaqueros, y la trompeta del Séptimo de Caballería que anunciaba la salvación de los asediados. O su propio exterminio al mando del Coronel Custer en Little Big Horn. ¿Y qué me dicen de Weissmuller, Wayne y Cooper, Astaire y Roggers, Stewart y Hepburn, Dietrich y Launghton, por mencionar a algunos? Por entonces nuestro cantautor Luis Eduardo Aute cantaba aquello de “Cine, cine, cine, cine/más cine por favor./Que todo en la vida es cine/y los sueños, cine son”.

Hoy día, en los tiempos de la tecnología, el cine ya no es lo que fue y creemos que jamás volverá a serlo. Si antes nos metíamos en la pantalla y vivíamos lo que allí se desarrollaba como si fuera real, hoy no logramos conseguir lo mismo ni siquiera valiéndonos de las gafas de 3D. Y salvo algún fenómeno del séptimo arte como Eastwood, Ridley Scott y, si me apuran, Almodóvar, no quedan ya estrellas en el firmamento cinematográfico. No nos creemos ya lo que nos cuentan, no hay magia. El cine ha dejado de ser el sueño de Aute, y el nuestro, para convertirse en algo que se hace con mucha tecnología y poca imaginación, y que podemos ver sentados en el sillón de nuestra casa. Es por eso que Duke y yo no vamos. Lo vemos in situ, total... Hoy nos toca “El Violinista en el Tejado”. Si yo fuera rico, dubi, dubi,… dubi, dú.

Imágenes obtenidas de Google

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