No
solo le ocurren cosas al puente de la Maquinilla, a mí también me
pasa cada cosa que para qué les voy a contar. El caso es que en una
de las últimas he quedado seriamente perjudicado. Verán, estaba yo
a media tarde delante de la pantalla del parato este estudiando lo
que, en puridad, es una “barrera canadiense” y argumentando para
una de mis habituales columnas cuando me entran las ganas de hacer
pí-pí. Al tiempo que, sumamente interesado, sigo observando un
croquis que me aparece en pantalla, me levanto para ir al cuarto de
baño con tan buena suerte que se me sale del pié una de mis
zapatillas y trastabillo, instintivamente me agarro al sillón donde
me siento y me voy de narices contra la puerta, suelto la silla que
va a tomar por saco, reboto contra la puerta que se cierra con un
trueno seco y me voy contra un mueble bajo, dándome un costalazo en
el hombro y la espalda de órdago a la grande. Todo en menos de lo
que dura una frase sensata de un diputado. En ese mismo tiempo
escándalo sonoro: “plúm, cataplúm, zás, pumba, catacloc…” y
el menda lerenda espatarráo en el suelo, con las gafas caidas sobre
la boca, sujetas a una sola oreja y, supongo que, con una cara de
gilipollas de esas que denotan una extrema duda existencial. De no
saber de dónde te ha venido la paliza que acabas de recibir y más
asustado por el escándalo onomatopéyico de la caída que por la
hostia en sí misma.
De
inmediato, alarmadas por la explosión de golpes que acaban de
escuchar desde el otro lado de la casa, aparecen las mandakaris que
se encuentran con la puerta cerrada. “Toc, toc…”, “Marce…,
¿estás bien?”. Entran y se encuentran con una escena digna de un
salón del oeste americano después de marcharse Yongüein, todo por
el suelo y el chache tirado como una colilla, noqueado y apijotado.
Para Videos de Primera. Me ayudan a levantarme y hasta aquí fin de
la historia.
Pero
es que, en realidad, la cosa no acaba ahí, en el alzamiento
corporal, porque quedé más machacado que si hubiera pasado por
encima de mi body el caballo ese que tronchó la solera del ya famoso
puente de la señorita Pepis. Así se lo dije a una conocida que me
llamó para interesarse por el caballo en cuestión. La verdad es que
tiene un alma generosa, se preocupa mucho más por los animales que
por las cosas fracturables y sustituibles. Me dijo con cierta guasa,
“pues si te sientes como los listones rotos del puente, podías
llamar al ayuntamiento y que te pinten de colorines, jajaja”. Como
lo leen, oigan. Y yo le respondí que no le faltaba razón, pero que
el morado ya lo tenía en la espalda; verde me habían puesto las
“Mandas” y fucsia había quedado mi cara de la vergüenza. Lo
único que necesito es una manta eléctrica y un cabestrillo,
contesté poniendo fin a la chanza. De repente me acordé: “O una
barrera canadiense”. Es la única forma de evitar estos trotes. Al
menos en teoría. Cuando me recupere les cuento en qué paró la
cosa.
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