lunes, 2 de enero de 2017

ONOMATOPEYAZO

No solo le ocurren cosas al puente de la Maquinilla, a mí también me pasa cada cosa que para qué les voy a contar. El caso es que en una de las últimas he quedado seriamente perjudicado. Verán, estaba yo a media tarde delante de la pantalla del parato este estudiando lo que, en puridad, es una “barrera canadiense” y argumentando para una de mis habituales columnas cuando me entran las ganas de hacer pí-pí. Al tiempo que, sumamente interesado, sigo observando un croquis que me aparece en pantalla, me levanto para ir al cuarto de baño con tan buena suerte que se me sale del pié una de mis zapatillas y trastabillo, instintivamente me agarro al sillón donde me siento y me voy de narices contra la puerta, suelto la silla que va a tomar por saco, reboto contra la puerta que se cierra con un trueno seco y me voy contra un mueble bajo, dándome un costalazo en el hombro y la espalda de órdago a la grande. Todo en menos de lo que dura una frase sensata de un diputado. En ese mismo tiempo escándalo sonoro: “plúm, cataplúm, zás, pumba, catacloc…” y el menda lerenda espatarráo en el suelo, con las gafas caidas sobre la boca, sujetas a una sola oreja y, supongo que, con una cara de gilipollas de esas que denotan una extrema duda existencial. De no saber de dónde te ha venido la paliza que acabas de recibir y más asustado por el escándalo onomatopéyico de la caída que por la hostia en sí misma.

De inmediato, alarmadas por la explosión de golpes que acaban de escuchar desde el otro lado de la casa, aparecen las mandakaris que se encuentran con la puerta cerrada. “Toc, toc…”, “Marce…, ¿estás bien?”. Entran y se encuentran con una escena digna de un salón del oeste americano después de marcharse Yongüein, todo por el suelo y el chache tirado como una colilla, noqueado y apijotado. Para Videos de Primera. Me ayudan a levantarme y hasta aquí fin de la historia.

Pero es que, en realidad, la cosa no acaba ahí, en el alzamiento corporal, porque quedé más machacado que si hubiera pasado por encima de mi body el caballo ese que tronchó la solera del ya famoso puente de la señorita Pepis. Así se lo dije a una conocida que me llamó para interesarse por el caballo en cuestión. La verdad es que tiene un alma generosa, se preocupa mucho más por los animales que por las cosas fracturables y sustituibles. Me dijo con cierta guasa, “pues si te sientes como los listones rotos del puente, podías llamar al ayuntamiento y que te pinten de colorines, jajaja”. Como lo leen, oigan. Y yo le respondí que no le faltaba razón, pero que el morado ya lo tenía en la espalda; verde me habían puesto las “Mandas” y fucsia había quedado mi cara de la vergüenza. Lo único que necesito es una manta eléctrica y un cabestrillo, contesté poniendo fin a la chanza. De repente me acordé: “O una barrera canadiense”. Es la única forma de evitar estos trotes. Al menos en teoría. Cuando me recupere les cuento en qué paró la cosa.


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