Tenemos por norma no hablar de fútbol ni de política en temporada de verano. Ya lo habrán notado. Uno necesita descansar de los muchoscientos mil millones de mortadelos que se mueven en los ámbitos públicos y balompédicos. De los que se mueven en el tráfico legal y también en el otro, en el bajo manga. De manera que mientras los recién elegidos, representantes sobre todo de sí mismos, discuten sobre despachos, dietas, liberados, alianzas y pactos, y cuando los futbolistas descansan en Ibiza con sus respectivas mientras se especula sobre para dónde va éste o de dónde procede el otro, mientras acontece todo eso, Duke y yo nos recluimos en Pola del Tordillo preparando la vuelta de las vacaciones en septiembre que va a ser pero que muy gorda. Más que la de Botero. Y no es que tenga nada en contra de las de tallas grandes, que va. Pero es que esas matronas colosales, tan enormes, entradas -y salidas- en carnes, me han puesto en más de un aprieto. Nunca mejor dicho. Supongo que a ustedes también. Verán.
Hace unos días tuve que hacer unas gestiones cerca de Astorga y para allá me fui en línea regular de viajeros. Después de poco menos de tres horas en la capital de la maragatería, con visita obligada al Palacio Episcopal de Gaudi, subí apresurado al autocar porque apenas quedaban asientos. Me gusta ver el paisaje y, si puedo, ocupo uno de ventanilla, como en los aviones. Primer error. No tardé en comprobar que habría sido mejor elegir el pasillo ya que parece que estás cortando el paso al otro asiento y mucha gente elije otro lugar. Aquello no preguntó si estaba ocupado o no, simplemente dejó caer sus enormes posaderas en el asiento. Justamente en ese momento me sentí arrojado contra la luna sin poder mover ni las orejas. Mira que yo no ando mal de estatura ni de kilos. Hubiera sido mejor tener menos peso y centímetros. La enorme mujer pesaría doscientos o trescientos, vaya usted a saber. Llevaba su bolso de bandolera y seis o siete bolsas de plástico con dos o tres cajas de mantecadas cada una. Ya acomodada, me pidió si sería tan amable de colocar alguna de esas bolsas en el suelo, entre mis pies. Claro que sí, señora, es evidente que no es posible en otro lugar. Y al poco sacó una de las cajas, la abrió y, una tras otra, comenzó a engullir las famosas madalenas de Astorga. ¿Usted gusta?, me dijo con la boca llena. No señora, gracias. No le quedarían para el resto del viaje, repuse cabreado y estrellado contra el cristal. Usted se lo pierde, están buenísimas, dijo abriendo otra caja. Mientras tanto pensaba para mis mismos adentros dónde se apearía aquella vacaburra. Menudo viaje me espera. Estuve a punto de bajarme en La Bañeza, pero seguí y cometí mi segundo error al hacerlo. Al llegar a Oviedo, quise bajarme del autobús y, refunfuñando, intentó franquearme el paso y levantarse, pero estábamos encajados uno contra otro, y ambos contra la luna, el reposabrazos y el asiento delantero, de manera que sin darme tiempo el autobús continuó viaje a Gijón. Allí, entre el conductor y un descojonado pasajero, nos ayudaron a liberar los asientos de gorduras, estrecheces y mantecadas de Astorga. Todavía me duelen todos los huesos.
Imágenes de Google
Hace unos días tuve que hacer unas gestiones cerca de Astorga y para allá me fui en línea regular de viajeros. Después de poco menos de tres horas en la capital de la maragatería, con visita obligada al Palacio Episcopal de Gaudi, subí apresurado al autocar porque apenas quedaban asientos. Me gusta ver el paisaje y, si puedo, ocupo uno de ventanilla, como en los aviones. Primer error. No tardé en comprobar que habría sido mejor elegir el pasillo ya que parece que estás cortando el paso al otro asiento y mucha gente elije otro lugar. Aquello no preguntó si estaba ocupado o no, simplemente dejó caer sus enormes posaderas en el asiento. Justamente en ese momento me sentí arrojado contra la luna sin poder mover ni las orejas. Mira que yo no ando mal de estatura ni de kilos. Hubiera sido mejor tener menos peso y centímetros. La enorme mujer pesaría doscientos o trescientos, vaya usted a saber. Llevaba su bolso de bandolera y seis o siete bolsas de plástico con dos o tres cajas de mantecadas cada una. Ya acomodada, me pidió si sería tan amable de colocar alguna de esas bolsas en el suelo, entre mis pies. Claro que sí, señora, es evidente que no es posible en otro lugar. Y al poco sacó una de las cajas, la abrió y, una tras otra, comenzó a engullir las famosas madalenas de Astorga. ¿Usted gusta?, me dijo con la boca llena. No señora, gracias. No le quedarían para el resto del viaje, repuse cabreado y estrellado contra el cristal. Usted se lo pierde, están buenísimas, dijo abriendo otra caja. Mientras tanto pensaba para mis mismos adentros dónde se apearía aquella vacaburra. Menudo viaje me espera. Estuve a punto de bajarme en La Bañeza, pero seguí y cometí mi segundo error al hacerlo. Al llegar a Oviedo, quise bajarme del autobús y, refunfuñando, intentó franquearme el paso y levantarse, pero estábamos encajados uno contra otro, y ambos contra la luna, el reposabrazos y el asiento delantero, de manera que sin darme tiempo el autobús continuó viaje a Gijón. Allí, entre el conductor y un descojonado pasajero, nos ayudaron a liberar los asientos de gorduras, estrecheces y mantecadas de Astorga. Todavía me duelen todos los huesos.
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