lunes, 1 de febrero de 2010

EN EL RECUERDO: FERNANDO FERNANDEZ, Maestro de Judo



"Saberlo todo y creer que no sabemos nada, esta es la verdadera sabiduría. No saber nada y creer que lo sabemos todo, este es el mal común de los humanos. Considerar este mal como un mal, preserva de él. El sabio está exento de fatuidad, porque teme la fatuidad. Este temor lo preserva de ella." Lao Tse.

FERNANDO FERNÁNDEZ, Maestro de Judo

Fue en noviembre pasado cuando conocí al Maestro. Se entregaban en La Felguera los premios Delfos del deporte y fue a recogerlo casi arrastrado por toda su familia porque la cruel enfermedad que padecía desde hacía algún tiempo le tenía tan debilitado que casi no podía valerse por sí mismo. Fue Enrique Castro “Quini” -que recientemente había pasado por algo similar-, quien le arropó y con todo el cariño, el que un gran corazón es capaz de dar a otro gran corazón, le acompañó en el escenario durante la celebración del acto. Supe de su fallecimiento el mismo día en que le enterraron. No podía pasar desapercibido ese calificativo de “Maestro” que tan acertadamente su familia decidió poner en la esquela. Porque Fernando Fernández Fernández fue Maestro de maestros, todo un ejemplo para la juventud de hoy, y también para todos nosotros.

Empezó cuando apenas tenía diez años y, un día, el que sería su maestro, el señor Caso, le empujó a empezar a “jugar” a esto -como él decía-. Era huérfano y ya había estado interno en algún colegio. Empezó a trabajar muy joven y en sus ratos libres iba a entrenar. Para ello tenía que arrojar por la ventana su kimono, a escondidas de su madre, para ir al gimnasio de Sotrondio que convirtió, tras la muerte del maestro Caso, en el mejor Club de España (1.971) y, hoy día, en un verdadero santuario del judo nacional. En la actualidad era responsable de seis seleccionadores y del judo escolar federativo. Además de en Sotrondio, impartía sus clases en el Polideportivo municipal de Langreo, en Oviedo, y allá donde le requerían; él decía que no podía negarse a ello. Así mismo era árbitro nacional y, siendo sexto Dan, estaba en posesión de la medalla al Mérito Deportivo, la única concedida en Asturias hasta la fecha. Fue preceptor de dos de sus hijos, uno de los cuales, Fernando, continuará el camino que su padre le marcó y del que el destino le apartó prematuramente. En ese humilde espacio al lado de la Estación de FEVE, que es el Gimnasio de Sotrondio, me recibe su hijo Fernando y en una oficina repleta de trofeos, fotos y recuerdos de su padre, y presidida por el Kimono del Maestro (como puede apreciarse en la foto) charlamos durante un buen rato, no sin que en varias ocasiones la emoción le embargase y alguna lágrima recorriese su recia mejilla.

EL GIMNASIO DE SOTRONDIO Y LOS NIÑOS. Cuenta Fernando que su padre vivía por y para el gimnasio y los niños. Él mismo estuvo con su padre desde los trece años hasta que murió. Tenía un carácter muy fuerte, gritaba y jaleaba los entrenamientos. Les decía cosas que si hoy las digo yo me denuncian, pero los críos lo tenían asumido. No querían otro maestro. Tenía un pronto que le llegaba con la misma facilidad que se le iba. Lo daba todo y hacía por los chavales lo inimaginable. Ese carácter lo tenía para con todo el mundo, hasta para con los miembros de la federación. Recordaba a todos sus discípulos por poco tiempo que hubieran permanecido con él, y todos, sin excepción, le recordaban y, aún pasados los años, le saludaban con respeto por la calle. Fernando se pasaba horas y horas en el gimnasio, daba igual que nevara o que fuera sábado o domingo. En muchas ocasiones los domingos despertaba a su hijo a las ocho de la mañana para ir a limpiar o a arreglar cualquier cosa, o a practicar judo. Sacó a muchos de la calle e inculcó entre su juventud el amor por el deporte, fuera cual fuese -no le daba importancia cuál eligieran-, solo quería formar personas. Y en ello estaba con su nieto Asier de cuatro años, hijo de Fernando, cuando la muerte le sorprendió.

EL SACRIFICIO Y LA DISCIPLINA. Empezó a trabajar en el Pozo Venturo con 16 años como maquinista y, más tarde en Maria Luisa -donde se jubiló- como artillero. Nunca tuvo vacaciones pues su tiempo libre siempre lo dedicó a realizar cursos (de entrenador regional y nacional, y otros muchos) o a viajar a competiciones por toda España o a cuidar de su gimnasio. Para ello, en alguna ocasión, tuvo que pedir días de permiso a cuenta con objeto de viajar u obtener algún título. Sin embargo nunca estuvo de baja laboral. Refiere su hijo que en una ocasión fue a trabajar con una costilla rota, sufriendo durante días intensos dolores por ello.

En su vida cotidiana era como cualquier otro, en ocasiones despistado. En cambio, en lo tocante al trabajo y al deporte era muy disciplinado. Insistente, cuadriculado dice su hijo, daba igual que fuese un alumno, un político o un federativo. Cuando algo se le ponía entre ceja y ceja no paraba hasta que lo conseguía. Tenía fe en lo que hacía y nunca se relajó en esos aspectos.

LAS OTRAS COSAS. Al margen del judo, los niños y su gimnasio, los cursos, la competición y su trabajo en la mina, Fernando también tenía vida social, aunque no lo parezca. Veraneaba en Tapia unos días al año y allí tenía su tertulia de tute. Encajaba rápidamente en los sitios a donde iba y todo el mundo le reconocía y apreciaba. Iba de vez en cuando a Colombres, donde desde hace cuatro años trabaja su hijo Fernando, y allí era conocido por todos. Mucha gente vino a su funeral. Muchos ramos y coronas llenaron la iglesia de Sotrondio. Muchas personas lloraron, tirios y troyanos, socialistas y populares. Tan solo tenía 61 años, eso sí, llenos, colmados de ilusión, acción y genio.

Su hijo nunca llegó a saber de sus inclinaciones políticas, aunque dice que se las imagina. Él nunca se manifestó. A los políticos los trataba con el mismo carácter que trató a todos. Daba lo igual ser popular o socialista, ugetista o comisionero. Él lo era. Si hablaba con ellos por cuestiones profesionales, conseguía sus propósitos y asunto liquidado. Pero nunca pasó a nadie la mano por la espalda. No se metía en nada que no fuera de su deportiva o laboral incumbencia. Conocía a todo el mundo, no era chismoso ni maledicente y siempre iba a su rollo. Así era en la calle, en su casa y en el gimnasio. Activo, emprendedor y campechano.

LOS RECUERDOS. Previamente a las competiciones hablaban de judo hasta altas horas de la madrugada y se marchaban sin dormir. Cuenta su hijo que el carácter de uno y otro, muy parecidos, les hacía chocar continuamente. Tenían abundantes enfrentamientos por diversas cuestiones, pues no en vano fue quien más horas pasó con él. Broncas, que dice Fernando. Sin embargo nunca fueron a acostarse enfadados y sin haber hecho las paces.

Le pregunto a Ferni (como le llamaba su padre), aunque aún sea prematuro, sobre el recuerdo más imborrable que atesora de su padre y, tras pensarlo un rato y con lágrimas en los ojos, me cuenta que cuando él tenía 18 años, tras una fuerte discusión con su padre, se había calentado tanto que se fue de casa. Después de unos días volvió a élla convencido de que, dado el carácter de su padre, le “mataría”. Me estaba esperando cuando entré en casa, me dio un abrazo y me dijo “no vuelvas a hacerlo más”, “cualquier cosa que te suceda me la cuentas, cualquier problema que tengas me lo dices”. Nunca más volvió a hablarse de la cuestión, fue lo que más me marcó, concluye con los ojos inundados.

LA DELGADA LINEA ROJA. Quise estar con algunos de sus discípulos, muchos de ellos ya veteranos, Cinturones Negro y, sobre todo amigos, aprovechando que Ferni y, previamente Geli, me lo habían sugerido. Justamente hace una semana de la muerte de su padre y en el Polideportivo de La Felguera, Fernando asiste a un entrenamiento con siete judokas experimentados, algunos de más de cuarenta años de edad. Les dice el motivo de por qué estoy allí y, todos, me allanan el camino y me hablan del Maestro. Sin más preámbulos, Miguel Angel toma la palabra: “Es difícil separar a Fernando persona de Fernando maestro. Es algo muy sutil. Para obtener nuestro cinturón negro entrenamos durante un año con él, cuando nos había dicho que era muy fácil. El reconocimiento llegó sin problemas, casi sin darnos cuenta. Uno no se daba cuenta que estaba aprendiendo, y sin embargo era así. Fernando era padre, maestro, compañero y amigo. Esa sutileza solo puede darse en alguien que sea un gran profesional y una gran persona. Es muy complicado ser amigo y profesor. Es difícil”. Juan Ignacio (Cachupa para los amigos) conocía al maestro desde hace seis años y dice que le llamaba la atención su trato con los críos. Tan pronto les gritaba como estaba dándoles caricias. Incluso sus compañeros de sauna, no de judo, le echan de menos. Dejó una falta muy grande. Fernando tenía “algo”, era un Gran Maestro. Iván cuenta que tenía un concepto muy siciliano de los de él. Intentaba siempre que mejorase. Me animaba a los cursos para entrenador, insistía en mi progreso. Los suyos era los suyos y, además, intocables. Fernando no pasaba desapercibido en ningún sitio. Rudy Laruta es boliviano y tiene cincuenta años. Dice que es una satisfacción por partida doble, porque él combinaba el sustrato filosófico de la práctica del judo con la amistad. Ver el judo de una manera seria, pero también como una diversión. Yo lo voy a extrañar mucho.

Pueden decirse más cosas sobre Fernando Fernández, el Maestro, pero en el pequeño espacio del que disponemos no vamos a hacer más comentarios. Su currículo, sus amigos, sus desvelos y la multitud de personas que asistieron a su funeral hablan por sí solos.

Gracias a Enrique Blanco de Cuencas Mineras Televisión, a Juan León Quirós y a Geli de los “Delfos”, a los discípulos de Fernando en el Poli de La Felguera y, sobre todo, a su hijo “Ferni” por haber hecho posible que haya sentido al Maestro en propia piel, como si le conociera de toda la vida. Sin haberle conocido.

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