Estereotipos de turistas
Hay un buen ejercicio visual, interesante cuando estás de
viaje y con poco que hacer. Sentado, por ejemplo, en la terraza del bar frente
al museo Guguenheim, bajo el reloj de la
Puerta del Sol, o en la Plaza del Obradoiro. En cualquier lugar donde transiten
grupos de turistas dirigidos por un guía. El asunto consiste, observando
comportamientos y aspectos de los individuos, en establecer de lejos su
nacionalidad. Hay grupos con los que no se falla nunca. Cuando se tiene el ojo
adiestrado, un primer vistazo establece la nacionalidad de cada lote. Hasta de
lejos, cuando podía confundírseles con adolescentes bajitos, a los japoneses se
les reconoce porque siguen al guía, nunca tiran nada al suelo ni se suenan los
mocos, fotografían todo desde el mismo sitio y al mismo tiempo. Además, todos
llevan los ojos como si acabaran de levantarse. Identificar a los ingleses es
fácil: son los que no hablan otro idioma más que el suyo y llevan una lata de
cerveza en cada mano a las nueve de la mañana. Con respecto a los gringos, se
distinguen por sus conversaciones a grito pelado sobre el precio del maíz en
Oklahoma y en hacerse los simpáticos y colegas con los camareros, vendedores y
otros indígenas de los países que visitan, como si les temieran y a la vez les
despreciaran. Si ven ustedes a una rubia sonriente haciéndose una foto en Salóu
entre dos camareros con pinta de macarras, que le soban cada uno una teta, no tengan
duda. Es norteamericana. Lo de los alemanes está chupáo. Rubios, con pavas
grandotas, caminando agrupados y en orden prusiano, explicando a sus vástagos:
“Mirad, hijos míos, este pueblo lo quemó el abuelito en el 41 y este barrio lo limpió de judíos en el 45.
Pero los inconfundibles somos los españoles, que hasta los
negros nos conocen y saludan: “Hola, Pepe, compra barato, barato”. Somos los
que afirmamos que frente a un Ribera del Duero, los de Burdeos son como el Don
Simón de tetrabrick; los que fotografiamos todo en los sitios donde está
prohibido hacer fotos; los que dejamos al guía hablando sólo mientras hacemos
esas fotos, bebemos una birra o hacemos un pis en el árbol más grande del
parque. Y los que, cuando el pobre guía logra reunir al grupo para seguir la
excursión, llegamos de comprar postales y mantecadas de Astorga y con cara de
expertos, delante del palacio de Gaudí, preguntamos: “¿Y esto qué es?”.
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