viernes, 20 de febrero de 2015

NIÑEZ (1)



Recuerdos de la infancia
La casa del corredor

Siempre quise usarlas pero tenía grandes dificultades en mantenerme erguido sobre ellas, y más aún en poder caminar con aquellos zapatos de madera. Sin embargo, a la puerta, bajo el corredor de la vieja casa perdida en el monte siempre había cuatro pares de madreñes, porque  cuatro eran los miembros de aquella entrañable familia, aunque en otros tiempos la tía soltera las usaba cuando estaba buena y podía salir de su cuarto. Era éste uno de los misterios de aquella casa. Permanecía continuamente cerrado, tanto si estaba la tía como si no. Lo cierto es que aún lo estuvo durante un tiempo después de su muerte. Era ya muy anciana, se decía que de joven había sido muy guapa y nadie se explicaba cómo podía haber quedado soltera. No estaba loca, pero la vejez sumada al escaso riego que recibía su cerebro, la hacía hablar horas y horas de tiempos pasados, maldiciendo en no escasas ocasiones a ciertos espíritus que solo moraban en su cabeza. Por eso todas las noches, antes de apoderarse el sueño de mi cabeza, escuchaba sobrecogido aquellas disertaciones surgidas del misterioso cuarto que era la antesala del desván, tenebrosa guarida de la Bruja Chupasangres. Era este un personaje nacido de mi imaginación al que el canto del cuco aún me hace recordar. En las despejadas noches de verano, tras la cena, se celebraban en la cocina asambleas familiares a las que no faltaba ni el gato. En ellas se relataban historias de los pasados años de guerra y postguerra, misteriosos hechos acaecidos a personajes por todos conocidos, y nunca faltaban inocentes interpretaciones infantiles de las últimas películas de indios pasadas en invierno. De vez en cuando, súbitamente, se oía el canto del cuquiellu y dos raudos rapacinos se alojaban detrás de la cortinilla en aquel agujero destinado al gato y a las zapatillas. Extraño aroma despedía aquel rincón. No más se callaba el pájaro, el caliente olor era sustituido por el que despedía la masera sobre la que desayunaba la vieja tía soltera que, para tal menester, se sentaba en el contiguo arca del carbón. Tras olores e historias tañía el viejo reloj proclamando la hora de acostarse. Sapos, culebras, murciélagos y otros habitantes de mi cama me mantenían en vela hasta que, de nuevo, las campanadas horarias me devolvían a la realidad y me traían el sueño, siempre más real que mis fantasías. (Continuará...)

No hay comentarios:

Publicar un comentario