Siempre quise usarlas pero tenía grandes dificultades en
mantenerme erguido sobre ellas, y más aún en poder caminar con aquellos zapatos
de madera. Sin embargo, a la puerta, bajo el corredor de la vieja casa perdida
en el monte siempre había cuatro pares de madreñes, porque cuatro eran los miembros de aquella
entrañable familia, aunque en otros tiempos la tía soltera las usaba cuando
estaba buena y podía salir de su cuarto. Era éste uno de los misterios de
aquella casa. Permanecía continuamente cerrado, tanto si estaba la tía como si
no. Lo cierto es que aún lo estuvo durante un tiempo después de su muerte. Era
ya muy anciana, se decía que de joven había sido muy guapa y nadie se explicaba
cómo podía haber quedado soltera. No estaba loca, pero la vejez sumada al
escaso riego que recibía su cerebro, la hacía hablar horas y horas de tiempos
pasados, maldiciendo en no escasas ocasiones a ciertos espíritus que solo
moraban en su cabeza. Por eso todas las noches, antes de apoderarse el sueño de
mi cabeza, escuchaba sobrecogido aquellas disertaciones surgidas del misterioso
cuarto que era la antesala del desván, tenebrosa guarida de la Bruja
Chupasangres. Era este un personaje nacido de mi imaginación al que el canto
del cuco aún me hace recordar. En las despejadas noches de verano, tras la
cena, se celebraban en la cocina asambleas familiares a las que no faltaba ni
el gato. En ellas se relataban historias de los pasados años de guerra y
postguerra, misteriosos hechos acaecidos a personajes por todos conocidos, y
nunca faltaban inocentes interpretaciones infantiles de las últimas películas
de indios pasadas en invierno. De vez en cuando, súbitamente, se oía el canto
del cuquiellu y dos raudos rapacinos se alojaban detrás de la cortinilla en
aquel agujero destinado al gato y a las zapatillas. Extraño aroma despedía
aquel rincón. No más se callaba el pájaro, el caliente olor era sustituido por
el que despedía la masera sobre la que desayunaba la vieja tía soltera que,
para tal menester, se sentaba en el contiguo arca del carbón. Tras olores e
historias tañía el viejo reloj proclamando la hora de acostarse. Sapos,
culebras, murciélagos y otros habitantes de mi cama me mantenían en vela hasta
que, de nuevo, las campanadas horarias me devolvían a la realidad y me traían
el sueño, siempre más real que mis fantasías. (Continuará...)
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