Por unos instantes y sin darme cuenta volví a mi infancia. Siempre que veo a esa niña me ocurre lo mismo. Es menuda como un soplo, rubia de sol y dulces ojos azul cielo. Tendrá ocho o nueve años y evidencia su procedencia báltica. Es la que manda en su tribu de niños expatriados que, como ella, viven entre nosotros y aún no conocen las consolas ni otros juegos cibernéticos. Criaturas inocentes que están integradas en la naturaleza disfrutando de ella con ingenio y respeto.
Fue hace pocos meses cuando un atardecer surgió de entre sus juegos de ninfa y se acercó a Duke. En cuclillas lo acarició suavemente en la cabeza, callada -sus ojos lo decían todo-. Durante un rato permaneció agachada mimando a mi amigo mientras él, agradecido, se dejó hacer. Después de unos minutos se levantó, me miró de soslayo y se fue como había venido, en silencio volviendo a ratos la mirada hacia la criatura que acababa de conocer. Duke también miraba hacia atrás apreciando el cariño que aquella niña terminaba de trasmitirle.
Días después, acompañada de una niña algo mayor que ella, volví a verla en el recinto cerrado que hay en el paseo junto al río muy cerca de la Pinacoteca. Ayudaba a su amiga a montar uno de los caballos que, en ocasiones, llevan a pastar en la maleza que crece tras el cercado. Con la niña sujetando la cuerda que, a modo de rienda, le amarraba al muro de ladrillo, el animal se dejaba montar, dócil y tranquilo. La niña vió a Duke, dejó a su compañera montada en el caballo y corrió hacia mi musa repitiendo la escena de la primera ocasión. Esta vez me miró con los ojos iluminados y con ellos parecía preguntarme… Se llama Duke, respondí a su muda pregunta, ¿y tú? “Sasha”, dijo lacónicamente. ¿Me das un beso, Sasha? No lo pensó, se colgó a mi cuello y me dio un beso en la mejilla que jamás olvidaré. Luego se agachó y le dio algunos besos más a su nuevo amigo. Se despidió de él y volvió a su juego con el equino.
Ayer mismo cruzando el puente del Instituto, ya junto al parque, la encontré junto a un niño de su edad. Junto a la valla del puente y sentados en el hormigón manipulaban concienzudamente lo que, cuando me acerqué, pude ver era un hilo de seda y un alfiler curvado como un anzuelo. Al lado había una vara pelada e irregular en cuya punta se anudaba el otro extremo del sedal y una bolsa de plástico que contenía media hogaza mojada y una trucha de un palmo. Con esos utensilios habían logrado pescar lo que otros no consiguen perfectamente equipados. Un anciano sonriente los contemplaba. Shasa, eres una artista, le dije. Se incorporó de un salto y, con expresión de júbilo, dijo “Hola Duke”, y después me dio un beso.
Fue hace pocos meses cuando un atardecer surgió de entre sus juegos de ninfa y se acercó a Duke. En cuclillas lo acarició suavemente en la cabeza, callada -sus ojos lo decían todo-. Durante un rato permaneció agachada mimando a mi amigo mientras él, agradecido, se dejó hacer. Después de unos minutos se levantó, me miró de soslayo y se fue como había venido, en silencio volviendo a ratos la mirada hacia la criatura que acababa de conocer. Duke también miraba hacia atrás apreciando el cariño que aquella niña terminaba de trasmitirle.
Días después, acompañada de una niña algo mayor que ella, volví a verla en el recinto cerrado que hay en el paseo junto al río muy cerca de la Pinacoteca. Ayudaba a su amiga a montar uno de los caballos que, en ocasiones, llevan a pastar en la maleza que crece tras el cercado. Con la niña sujetando la cuerda que, a modo de rienda, le amarraba al muro de ladrillo, el animal se dejaba montar, dócil y tranquilo. La niña vió a Duke, dejó a su compañera montada en el caballo y corrió hacia mi musa repitiendo la escena de la primera ocasión. Esta vez me miró con los ojos iluminados y con ellos parecía preguntarme… Se llama Duke, respondí a su muda pregunta, ¿y tú? “Sasha”, dijo lacónicamente. ¿Me das un beso, Sasha? No lo pensó, se colgó a mi cuello y me dio un beso en la mejilla que jamás olvidaré. Luego se agachó y le dio algunos besos más a su nuevo amigo. Se despidió de él y volvió a su juego con el equino.
Ayer mismo cruzando el puente del Instituto, ya junto al parque, la encontré junto a un niño de su edad. Junto a la valla del puente y sentados en el hormigón manipulaban concienzudamente lo que, cuando me acerqué, pude ver era un hilo de seda y un alfiler curvado como un anzuelo. Al lado había una vara pelada e irregular en cuya punta se anudaba el otro extremo del sedal y una bolsa de plástico que contenía media hogaza mojada y una trucha de un palmo. Con esos utensilios habían logrado pescar lo que otros no consiguen perfectamente equipados. Un anciano sonriente los contemplaba. Shasa, eres una artista, le dije. Se incorporó de un salto y, con expresión de júbilo, dijo “Hola Duke”, y después me dio un beso.
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