martes, 24 de agosto de 2010

GUAJES MALOS


El descanso veraniego, las terrazas, los papás y los abuelos conversando mientras los niños juegan en las plazas y casi siempre hacen alguna trastada. Una madre reprende con dureza a su hijo de tres o cuatro años al que había sorprendido tirando piedras a un coche aparcado en las inmediaciones. El pequeño se excusa cargándole la culpa a un compañero. En una mesa de al lado, una mujer interviene diciendo que son de la piel del diablo y la madre del zagal en cuestión dice “yo no se a quién salió esti guaje. Desde luego no se parez en na al padre”. El niño permanece sentado con cara de bueno y de circunstancia al tiempo que las dos mujeres entran en debate. “Ye muy malu, fía. Igual da decí una cosa que otra, castigalu o pega-y n’el culo, no se-y ocurre na bueno, ta siempre armando alguna”. La otra: “pues anda que esti -señalando a su hijo de veintitantos, allí presente- fue tremendu. Torcíu como pocos. Fíjate que no nos dejaba ni dormir por la noche”. El chaval mira a otro lado y se pone a hablar de fútbol con su padre, mientras las dos mujeres siguen desgranando sus respectivas sagas familiares como queriendo demostrar a su interlocutora que en su casa los hubo peores que en la de ella. En esas están ambas, cuando se acerca la abuela del niño en cuestión e interviene para decir que ella había criado a cuatro de los que dos habían sido muy buenos -el padre del chico era el tercero- y los otros dos muy traviesos. Fifty-Fifty. Pero su nieto era particularmente diabólico. Malu, lo que se diz muy malu.

Oyéndolas hablar recordé mis tiempos de infancia y juventud y las aventuras de algunos colegas que si por algo se distinguían no era precisamente por sus buenas intenciones. Había en Sama unos hermanos de edad aproximada, conocidos como “Los… (su apellido)”, célebres en todo Langreo por sus travesuras. En una ocasión amarraron al gato con una cuerda y, desde su ventana en un tercer piso, lo descolgaron hasta la del segundo donde la vecina había puesto un plato con filetes para la comida. Eran los tiempos en que se utilizaban las fresqueras. Huelga decir que aquel día los del segundo tuvieron que conformarse con unos huevos fritos, mientras que los hermanos y el gato se dieron el festín. Eran episodios que desbordaban la pura travesura para convertirse en actos vandálicos, hechos con verdadera malicia, no solo por provecho propio sino con intención de jorobar a los prójimos.

Vinieron a mi memoria decenas de casos como el que acabo de contarles, pero no quise intermediar entre las damas y me fui, dejándolas enzarzadas en la disputa acerca de quién de ellas poseía en su casa la mayor maldad. De regreso a la mía me acordé de Mariano, un compañero de colegio que acostumbraba a secuestrar a niños de otras aulas y encerrarlos en los armarios durante la hora que duraba la clase. Mariano sí que era malu, y aún conserva algo de aquello. Porque el que tuvo, retuvo.

Imágenes obtenidas de Google

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