miércoles, 17 de agosto de 2011

SOLILOQUIOS CALLEJEROS



Los que hablan y hablan, sin escuchar

Me encuentro por la calle con una vieja conocida de mis padres a la que hace tiempo que no veía, y con quien antes siempre me paraba a charlar por aquello de la cortesía y el respeto con nuestros mayores. Es una mujer enjuta y arrugada, bajita, con una edad indefinible pero provecta. Siempre la recuerdo tal y como ahora la veo, con muchos años. Habladora hasta la exageración, que no conversadora. Con una autorización expresa de no se quién para decir lo primero que pase por su mente sin reparos a que pueda sentarle mal a su escuchante. Sus cosas, sus dolencias, sus sufrimientos y sus tristes recuerdos son siempre el motivo de su discurso. Es de esas personas que están convencidas de estar en posesión de todos los males del mundo y, además, saben a la perfección como tratarlos con sus propios remedios o los recomendados por sus galenos que, dicho sea de paso, son los mejores como no podría ser de otra manera. Siempre me pregunté cómo es posible que este tipo de personas -de las que hay muchas- sepan cómo curarlo todo, desde un resfriado hasta un ataque de hemorroides, pasando por un infarto o un cólico de lo que sea, y, sin embargo tengan todos los achaques habidos y por haber, eso sí, achaques y dolencias que no son las normales, como las suyas o las mías, sino que son más graves, mucho más. A dónde vamos a parar, son las de ellas. Como también son de ellas esos médicos que son tan infalibles, saben tanto y mean colonia.

Pues bien, definida a grandes rasgos la personalidad de la dama, volvamos al principio. Tropiezo con la señora en la calle, un beso en cada mejilla, muac, muac y saludo de rigor, ¿qué tal doña fulanita?, ¡cuánto tiempo!... Y empieza el discurso: que termina de llegar de Benidorm, que ya se que es dónde siempre iba con su difunto marido, que va al mismo hotel de siempre donde se sirve de un bufé de impresión, el mejor de la costa, que los baños de sol le vienen de perillas, pero que le duele aquí, allí y en el otro lado. Sin más, ha tenido que ir al médico en tres ocasiones. A mitad de esta prolija y detallada rendición de cuentas intento interrumpirla para decirle que llevo prisas, que me esperan en Pola del Tordillo, intentando quitármela de encima. Que si quieres arroz… Como si no me hubiera oído, y cogiéndome por el antebrazo, continúa con su megarrelato vacacional y sanitario, pasando a continuación a darme cuenta del maravilloso trabajo de su hijo que está colocado muy bien y de lo mucho que estudian sus nietos que están en Canadá y en… la Conchinchina, creo que me dijo. Insisto en que estoy encantado de volver a verla y que no tengo más tiempo, pues debo de irme. Esta vez parece comprender y se detiene en su soliloquio. Sin soltar mi brazo me dice: “Bueno fíu, ¿y tú cómo engordaste tanto?...”. Un tremendo sofoco me sube desde el vientre a la quijotera y, sin pensármelo dos veces, le espeto: “Ya, doña fulanita, es que me gusta mojar. Ya sabe. A propósito, observo que usted está más sorda que la última vez que coincidimos”. Como si no hubiera dicho nada, sonriendo, se despide de mí con otro doble muac. “Adios, hasta la próxima. Saludos a tu padre. “Y no engordes más””.

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