sábado, 22 de mayo de 2010

JACULATORIAS


Ahora que se aproximan los exámenes de fin de curso para los chavales recordamos nuestra juventud cuando estábamos en las mismas y sentíamos el apurón de última hora. Días febriles y noches en vela para recuperar aquello que no habíamos trabajado a lo largo del año académico. La mayoría de los que en alguna ocasión fueron estudiantes recordarán haber dejado siempre para el final el estudio concienzudo de las materias, de forma que, a lo largo de todo el año, nos dedicábamos a… Pero, ahora que lo pienso, ¿a qué nos dedicábamos? si nuestro único trabajo consistía en eso, en estudiar. Pues a tirar la pata, como vulgarmente se decía, a divertirnos con los amigos y tontear con las amigas, a estar en Babia y soñar despiertos. Soñar con un largo verano de sol, de playa y piscina, de fiestas, de ligues y de “tirar la pata” con la autorización de nuestros padres, cuando en todo el curso habíamos hecho eso mismo sin ella. ¿Qué paradoja, verdad?

El caso es que, dejando al lado la diversión y los sueños, era el momento de aplicarse y echar estudiando más horas de las que serían lo normales si no queríamos ver nuestras expectativas derrumbarse como un castillo de naipes. El caso es que cuando nos poníamos a mirar lo que teníamos por delante se nos ponían los pelos como escarpias. Teníamos sin estudiar absolutamente todo y ni pajolera idea de nada. El panorama se presentaba sombrío y en ese momento nos dábamos cuenta de cuánto sacrificio habríamos evitado si a lo largo del año hubiéramos estudiado solo un poco, y nos prometíamos que al año siguiente no ocurriría lo mismo. Frenéticamente nos enfrascábamos en la labor y, a medida que avanzábamos, nos dábamos cuenta de que en realidad retrocedíamos, que las asignaturas eran ingentes, que en nuestra cabeza vivía un cocktail de matemáticas, física y química, literatura y francés, y que, al final acabábamos convencidos de que “no me queda nada en la cabeza” y de que “no me da tiempo”. Y entonces, cuando veíamos las orejas al lobo, nos encomendábamos a Santo Tomás de Aquino y San José de Cupertino -patronos de los estudiantes- o a nuestra señora del Tordillo, con tal de pasar el trago. ¿No les suena a algo?

En estas circunstancias, cuando hacía sexto de bachiller, me vi tan agobiado con la Física que en el libro de texto escribí: “Dios quiera, y la Virgen pura, que apruebe esta asignatura”, y prometí cinco duros a San Antonio si lo conseguía. Llegó junio y, con todo aprobado, entré en la Iglesia a cumplir mi promesa. Cuando introduje en el cepillo las veinticinco pesetas, que tanto trabajo me había costado ahorrar, vi que por una ranura asomaba el extremo de un billete de veinte duros. Sin pensarlo dos veces tiré de él, lo metí en el bolsillo y eché a correr, tanto como corría mi corazón. “Gracias San Antonio. Por el aprobado y por las cien pesetas”, decía para mí.

Hay en la capital un grupo de señores y señoras (miembros y miembras de “eso”) que durante estos dos últimos años no han hecho los deberes. Ahora que van a examinarse se encuentran con un retraso irrecuperable y quieren que se los hagan los demás estudiantes, salvo los ya graduados “cum laude”. Están en blanco y no les da tiempo. Duke no sabe a qué Santo se habrán encomendado pero duda mucho que, como me sucedió a mí, saquen beneficio de su dejadez. Solo se trata de salvar su culo.
Imágenes obtenidas de Google

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