domingo, 31 de mayo de 2015

DOS CINTAS NEGRAS



INFANCIA


Tenía ocho años, empezaría el tercer curso y conocía el mar por dos o tres veces que mis padres me habían llevado a Gijón. Desde que uno de esos días vi a un marinero decidí firmemente que trabajaría en la mar. Aquel hombre estaba bronceado, era de esbelta figura y, a primera vista, parecía osado y valiente. Al menos así lo vi yo. En su elegante gorro tenía dos cintas negras que colgaban por detrás y ondeaban con la brisa del mar. No podía apartar la vista de él y le seguí, como hechizado, hasta que le perdí. Las cintas me encantaron de tal modo que, desde aquel momento, me entregué a las enigmáticas bellezas del mar. Pronto empezaría al colegio y mi madre había decidido comprarme un traje nuevo porque en el viejo ya se me salían los codos. Me costó mucho trabajo convencerla de que en vez de un traje normal me comprara uno de marinero con una gorra de cintas. En un gran almacén de Sama había ropas de chicos, allí veía las quietas figuras de los maniquís que ponían como modelos en el escaparate. Y entre aquellos maniquís había también un pequeño marinero con la mano sobre la frente como si estuviera mirando las luces del faro sobre su barco. Un aspecto así quería tener, al menos en domingo. Estuvimos mirando el escaparate durante un tiempo y ella aún me quería persuadir pero, cuando vio mi cara bañada en lágrimas, no dijo nada más y entramos a comprarlo. El día que lo estrené fui a una calle muy pendiente y bajé corriendo hasta Lada. Casi me atropella el Recollo, todo para que me ondearan las cintas que volaban al aire. Estaba en la cumbre de la felicidad, y mis sueños marineros continuaron con pequeñas evoluciones.
Por aquel entonces estuve en una colonia de verano durante veinte días, en Salinas. Desde sus ventanas se veían las rocas, la playa y el mar abierto, casi hasta el infinito. Una tarde cayó una gran  tormenta que no duró más de una hora y las gentes de allí nos aseguraron que al día siguiente encontraríamos cientos de conchas. Nunca más en toda mi vida han vuelto a ver mis ojos tal riqueza. Como si estuviera soñando, tocaba las formas afiladas de los caracoles de mar y acariciaba con placer el nácar del fondo de las conchas. Temblaba de emoción todo mi cuerpo y aquel instante fue para mí más importante y vertiginoso que cuando conocí el mar de verdad, años más tarde.

JUVENTUD


Tenía por entonces diecinueve años cuando llegué a Gijón con Boni. Ardíamos en deseos de ver la ciudad. Él se ponía nervioso y no quería detenerse en ningún lado hasta que nuestros pies no tocasen las empedradas y, para nosotros, misteriosas calles de Cimadevilla. Pero me sentí un poco decepcionado. Allí iban a ser aniquilados unos sueños marineros que llevaban conmigo desde que era pequeño. El mar estaba tranquilo, era oscuro y me pareció triste. En el barrio se amontonaban las casas de citas y las tabernas. Estaba estrechamente unido con el muelle de atraque, atestado de pequeñas barcas y algún pesquero. Entramos en una de aquellas innumerables tabernas, y lo primero que vi fue a una mujer morena vestida con una sucia blusa de color azul sentada en una esquina. Busqué sus ojos con precaución pero sólo encontré una mirada huidiza y asustada. Era joven y no parecía fea, pero se la veía triste y ajada. Cuatro hombres hablaban animadamente y mi hermano y yo entendimos que lo hacían sobre aquella chica. Quizás por eso se originó una pelea. Al poco llegaron los guardias y se llevaron a los hombres. Entonces la chica se levantó y se acercó a nuestra mesa para pedirnos, con voz de sueño, un vaso de vino. El camarero le sirvió de mala gana un corrosivo oscuro, y cuando Boni iba a pagar el hombre le dijo que valía más que nos fuéramos porque seguro que los hombres no tardarían en volver y el resultado podría ser desagradable. Era lo habitual. Al darse cuenta de ello la chica apoyó la barbilla en la palma de la mano y con la otra mano, sin decir palabra, se desabrochó la blusa, mostrando su escote, y nos pidió un duro a cada uno. Ambos nos miramos silenciosamente uno a otro. Y, apenados, nos fuimos de allí después de darle algún dinero.
Sobre el agua se balanceaban las barcas. Despedían todo tipo de olores, dulzones, amargos, buenos y malos, todos al mismo tiempo. Pero se olía algo más todavía. Era la mar, a la que en aquel momento alejé de mis sueños utópicos: “Ya no sería marinero”. Ha pasado más de media vida y desde entonces me suelo despertar por las noches y reencontrar con mis recuerdos, como si fueran objetos perdidos en un viejo y desvencijado armario en el que aún conservo intacto aquel hermoso traje de marinero con su gorra y sus dos cintas negras.

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