miércoles, 6 de mayo de 2015

BICIBÚS

Inocencia y entereza
El pisha y el quiyo




Sucedió en Cádiz según mi informador, a la sazón progenitor de Carlos, protagonista de esta historia. Catorce años, tranquilo, menudo y con la cabeza en su sitio. Atardecía en la Tacita de Plata y recién salido del colegio esperaba sentado en un banco la llegada del trasporte que le llevaría a su casa mientras, concentrado, repasaba unos apuntes porque al día siguiente había examen y las cosas aún no estaban claras. En éstas, como a cincuenta metros, ve acercarse montado en bicicleta a un chaval unos años mayor que él con pintas de macarrilla. Moreno, escurrido, pantalón de chándal, playeras, gorra del revés y camiseta del Cai. Un tipo duro de los de allí. Carlitos, pese a ser reposado, se mosquea. El pisha se para frente a él y le dice, “dame el dinero, quiyo”. Nuestro amigo, que no es cobarde, tampoco es tonto ni echáo p’adelante. Sabe que, en la diferencia de edad, lo lleva claro si se enfrenta al pavo. De manera que, mirándole a los ojos, le dice que sólo lleva un euro, para el autobús, mientras el otro, despectivo, le dice, “vacíate los borsillos”. Carlos obedece, deja los apuntes en el suelo y muestra el miserable euro que es todo su capital del que el rapaz se apodera de forma displicente. Y, como llegó, se va de allí montado en su utilitario. Haciendo eses distraídamente en busca de su próxima víctima.
Indefenso y  resignado, Carlitos recoge sus apuntes y empieza a caminar. Treinta minutos le separan de su domicilio. Veinte si apura el paso. El ciclista pirata mira hacia atrás y, al ver al chico caminando en su misma dirección, se da la vuelta hacia él, para a su altura y le dice de forma chulesca, “¿aónde vas, quiyo?”. ¿Dónde voy a ir? A mi casa, le responde. ¿Andando?, dice el atracador. Pues claro, me has quitado el euro que tenía para el autobús, responde Carlitos. El pisha se queda pensando y, decidido, le dice: “sube quiyo, que te llevo”, e insiste: “que subas, oé”. Y Carlitos, con la inocencia y naturalidad de sus catorce, se reblaga sobre el sillín de la bicicleta y, con los apuntes bajo el brazo, se agarra a los hombros del chorizo que, subido sobre los pedales, le lleva en diez minutos hasta la mismísima puerta de su casa. “Gracias”, dice al bajarse. “De nada, quiyo”. Y se aleja muy digno pedaleando en su bicibús.

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