Tertulianos.
Debatir sobre ideas, situaciones y proyectos es algo muy
habitual en las noches de las radios españolas. En casi todas comparece un
miembro más o menos señalado de cada una de las formaciones políticas
importantes, de manera que son cinco o seis intervinientes bajo la batuta de un
moderador que interviene poco o nada con respecto al asunto del que se discute.
Acostumbro a escuchar estos debates en varias emisoras y son, en ocasiones,
verdaderos espectáculos. Evidentemente cada uno arrima el ascua a su sardina,
expone sus incuestionables motivos y cuestiona furibundamente los de sus
antagonistas a quienes, también de forma evidente, no tiene la paciencia de
escuchar en gran parte del debate. Todo muy sensato, justo y entendible para el
radioyente de infantería por parte de todos ellos, que están convencidos de que
su mensaje llega con claridad y poderío a los suyos, claro está. Porque los que
no tienen adscripción política o aquellos que persisten en la eterna duda
acaban por pensar que todos los tertulianos llevan razón, de forma que la duda
se incrementa y su tendencia se emborrona.
Y sucede lo mismo que en los debates televisivos, que siempre
hay alguno de ellos que toma la palabra y no la suelta ni apretándole el
pescuezo. Luego, cuando es otro el interviniente, le interrumpe de forma
constante parapetándose en sus ya expuestos argumentos hasta que el otro le
dice aquello de “por favor, déjeme terminar que yo le he escuchado a usted con
todo respeto”, y cuando nuestro prota vuelve a tomar la palabra es el primero
en no consentir una interrupción valiéndose de la misma frase que le habían
soltado. De manera que, a medida que el avanza el debate, todos se interrumpen
y todos censuran las interrupciones de idéntica manera hasta convertir el
programa en una jaula de grillos. Al final todos se saludan cordialmente y se
despiden convencidos de que han ganado el debate. Porque es que, en definitiva,
todos dicen lo mismo.
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