Todo lo que sube acaba por bajar, si es que no se queda
arriba, claro está. Un día les conté una historia real acaecida una tarde
lluviosa de diciembre en la que había sufrido varios sobresaltos en mi paseo
vespertino con Duke cuando ya había caído la noche. Recordarán que entraba en
el portal y, antes de encender la luz, me encontré con una mujer que bajaba las
escaleras con altos tacones, gafas de sol y paraguas abierto. La dama
misteriosa. Nuestro sobresalto fue de los que hacen época, Duke reculó al
tiempo que gruñía y a mí se me puso el corazón en el pescuezo. No era para
menos, créanme. El caso es que hemos cogido cierta amistad, yo siempre aludo a
sus gafas de luna, que no de sol, y élla siempre sonríe recordando aquel
suceso. Tanto es así que siempre que entro en el edificio y oigo el sonido de
unos tacones que bajan -los que suben tienen otro sonido- se que es élla, la espero y mantenemos una
breve conversación. Es coqueta, guapa y muy agradable.
Hace unos días la ví saliendo del Súper cargada con una bolsa
en una mano y un pack de agua en la otra, y la esperé. Cogí lo más pesado y
caminamos despacio hasta la casa charlando de cosas intranscendentes. La
corrupción, el referéndum catalán y naderías por el estilo. Hasta que, ya a
punto de entrar en el edificio, observo sus manos y veo que trae las uñas
pintadas de azul celeste. “Tienes unas manos muy guapas, como tú”, le dije.
“¿Eres del Oviedo?”. Echó una sonora carcajada y me preguntó por qué me
interesaba por eso. “Siempre me fijo en las manos de las chicas”, le respondí y
me dijo que a élla le pasaba lo mismo con chicas y chicos, pero que azul no era
signo de preferencia deportiva sino que le gustaba, “además también son los
colores de Asturias”, remató. Subimos al ascensor y se quedó en el primero,
donde vive. Por eso siempre sube y baja andando, pero en esta ocasión me
acompañó cortésmente hasta que le entregué el pack de agua y nos despedimos
hasta su próximo glamuroso descenso. Sin piragua.
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