miércoles, 9 de septiembre de 2015

ALEGORÍA



La foto del niño sirio

En el día soleado de cualquier playa de la costa otomana una vela ilumina tres piedras apiladas sobre los trazos de un sendero sinuoso marcado sobre la arena. Es el sentido homenaje a la tragedia gratuita. Los millones de corazones que lloran la desgracia de una familia destruida por el destino. La humanidad sobrecogida ante “la foto”, ante la imagen del niño mecido por las olas del Egeo. Sin vida. Solo y olvidado, mirando la tierra que nunca volverá a pisar, y el horizonte que representaba su futuro. Sin verlos, sin sentirlos ni soñarlos. Una piedra por cada añito que tenía el niño sirio. Un niño como cualquier otro niño de cualquier otro país que ve las cosas de lejos, o que ni siquiera las ve. Su madre, su hermano y él mismo. Tres años, tres piedras, tres miembros de una familia golpeada por el furor de la mar y la crueldad del mundo en que vivían y del que querían escapar. Una vela colocada por su padre que alumbra la promesa del regreso a su tierra donde honrará la memoria de los tres inocentes. Bajo las bombas. Con la amenaza terrorista de los cuchillos asesinos. Nada le importa en esta vida, sólo el retorno al hogar maldito. Ya no hay miedo, tampoco esperanza. No hay nada. Sólo tres piedras amontonadas en una playa turca que también acabarán siendo arrastradas por el mar. Y por el olvido.
La guerra de Vietnam nos ha dejado una imagen en la memoria. La niña desnuda y aterrorizada que corre de las bombas de napalm. Con la piel de su leve cuerpo hecha girones. Blanco y negro. Inocencia y odio. Piedra sobre piedra. Como en todas las guerras. Los niños, las más inocentes criaturas, los más castigados por la sinrazón, por el integrismo de las religiones, por el odio ancestral entre los humanos. Los niños, siempre los ángeles, son quienes muestran al mundo la barbarie del hombre.
Alguien clama que occidente baje sus tropas a tierra y acabe con los criminales que están provocando el mayor éxodo de inocentes desde la segunda guerra, que no tardando lo será de la historia de la humanidad. Pero nadie se mueve. Sólo echan las manos a la cabeza espantados por el horror y rasgando sus vestiduras. Como los fariseos del principio de nuestra era. Como todos nosotros, tan culpables como la mar. La insaciable mar, serena y mortal.

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