Malversación de caudales públicos, fraude,
cohecho, prevaricación, tráfico de influencias, blanqueo de dinero, apropiación
indebida, falsedad en documento mercantil… A aquellos estudiantes de Derecho de
hace más de treinta años nos parecían figuras delictivas que el Código Penal
contemplaba a modo de previsión. Porsi. En cualquier caso yo pensaba que
aquellos delitos sólo estaban pensados para las personas importantes y que
nunca trascendería más que en una sentencia perdida entre los millones de
páginas del Aranzadi y dictada por aquellos señores tan serios y lejanos del
Tribunal Supremo. Eran aquellos tiempos de la Transición, cuando siete
prohombres, con ideologías tan distintas y contrapuestas, se estaban poniendo
de acuerdo en la redacción de lo que fue nuestra Carta Magna. Pasaron treinta y
seis años desde entonces, dos reyes, seis
presidentes de gobierno y miles de diputados; diecisiete comunidades
autónomas y decenas de miles de diputados autonómicos, y estatutos de
autonomía, y leyes, y reglamentos. Y Europa, y más diputados, y más normativas.
En resumidas cuentas, el Estado de Derecho. Lo que significa que la ley está por
encima de todo y de todos. Del Rey, del Presidente y de todo bicho viviente.
Pero da toda la impresión de que la ley ha quedado corta, de que el delincuente
va por delante de ella y, lo que aún es más importante, de que quienes la
hacen, los políticos que legislan, lo hacen sin previsión de cómo podrá
burlarse, de cuál es el resquicio. Lo que ha dado en llamarse “El revés del
Derecho”. Pero no dan con ello. Algunos, cada vez más, son los primeros en
violarla.
Sin embargo, el ciudadano de a pie hace muy poco
para que esto no sea así y lo que no debería de pasar de una tertulia de bar,
se ha convertido en el Gran Teatro Nacional. Los intereses de los grupos de
comunicación, periódicos, televisiones y cadenas radiofónicas patrocinan toda
esta comedia patria donde un tal Dioni gana más dinero por ir a la tele que por
robar un furgón blindado, a modo de ejemplo. Y, sobre todo, las redes sociales
donde todo el mundo es periodista y político, honrado y fuera de cualquier duda
razonable. En resumen un país donde, ahora mismo, todos escarban debajo de las
praderas, del asfalto y de las alfombras para encontrar una mínima señal de los
posibles delitos en que haya incurrido fulanito y menganita. Un asco de país.
Marcelino M. González
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