sábado, 7 de noviembre de 2009

TERCIOPELO AZUL


Paseaba con Duke por zona rural, a castañes, y revolviendo entre orizos y hojas, me encuentro una oreja. Como lo oyen, más bien como leen, una oreja que, en algún momento, había sido de alguien y que ahora tenía vida propia, yo diría muerte propia, independiente de la vida o la muerte de su dueño. Digo dueño porque no tenía agujero. Tampoco tenía lápiz, luego, aparentemente, tampoco podía pertenecer a un carpintero. La envolví en mi pañuelo y regresé a los pueblos por los que acababa de pasar donde pregunté a las gentes si reconocían aquel apéndice auricular. Nadie mostró interés alguno por la oreja amputada y perdida, quizás fuera porque todos tenían las suyas en su lugar. ¿Y qué hago yo con esto?, me pregunté. Yo tengo las mías. Pero, de alguna forma, no me podía desprender de ella, ni siquiera dejarla donde la había encontrado, porque algo me decía que aquella oreja había sido receptora de secretos importantes, había oído secretos inconfesables, o escuchado músicas celestiales o relatos maravillosos. De pronto aquella oreja se convirtió en el asunto más importante de mi existencia. La examiné por todos lados y de todas las formas. Su morfología me indicaba que era oreja izquierda, pero estaba claro que no podía ser la de Van Gogh. No me interesaba desde el punto de vista forense sino desde el sociológico. Anhelaba más saber qué es lo que había oído y sabía, que la identidad de su propietario. Sin embargo, ineludiblemente, la primera cuestión nos llevaría a la segunda, o al revés. Me planteé dos alternativas. La primera era dar por supuesto que lo había oído absolutamente todo, que estaba repleta de sonidos e información como un disco duro lleno y no reutilizable, en cuyo caso su dueño hubiera optado por prescindir de ella y procurarse una nueva, y virgen. La segunda alternativa consistía en que a su portador no le gustase lo que por ella escuchaba y habría decidido cambiarla, como quien cambia de emisora de radio o de televisión. Instintivamente, mientras debatía con Duke estas cuestiones, me la puse sobre la mía. Solamente se oían interferencias. La deposité en un paño de terciopelo azul y seguí pensando. Volví a probar, pero en esta ocasión la coloqué sobre mi oreja izquierda, donde realmente debería de ir si hubiera sido mía.

Claramente se oían voces anónimas, de todo tipo. De hombres y mujeres, viejos y jóvenes. Voces que pedían, otras se lamentaban, algunas rogaban, pero todas clamaban por algo que aparentemente se les debía y llevaban tiempo sin obtener. Eran todas voces reivindicativas, angustiadas y llenas de premura. Desconcertado, volví a depositar la oreja con toda su información encima del paño. Faltó poco para volverme loco. Por fin sabía qué es lo que aquella oreja había oído, pero dudaba de si aquello había sido realmente escuchado con una mínima atención. Esta conclusión me llevó a pensar y a hacer una investigación introspectiva acerca de la titularidad del miembro auditivo. No tardé en darme cuenta de que aquello pertenecía a la clase política, a toda. A quién si no podrían ir dirigidas tantas demandas urgentes de justicia, de solidaridad, de equidad… ¿Quién tenía competencia para acallar aquellos lamentos anónimos? ¿Ante quién o quiénes clama el pueblo?

Ante este clamor en el desierto, dudaba si merecía la pena devolverla porque, al fin y al cabo, no les habría de servir de nada. Volverían a dejarla abandonada en cualquier sitio sin temor a que alguien como yo volviera a encontrarla y a desentrañar su preocupante contenido. Así es que decidí conservarla envuelta en aquel paño de terciopelo. De vez en cuando la saco de allí y la escucho con atención. Luego les cuento a ustedes lo que me cuenta y voy descubriendo. De todas formas la tengo a disposición de sus dueños por si, al fin, se deciden a utilizarla.

P.D.: Cualquier parecido con la realidad es pura coincidencia.

No hay comentarios:

Publicar un comentario