lunes, 13 de octubre de 2014

LA NEGRA



La tarjeta del escándalo

Los que hicieron la mili se acordarán de aquella cartilla que nos tenían secuestrada durante catorce o dieciocho meses hasta que, una vez cumplidos y si nos habíamos portado bien, nos devolvían firmada por el coronel del regimiento. O por el furriel, ya no me acuerdo. Era La Blanca, la cartilla militar que acreditaba aquello de “el valor se le supone” y que te daba el derecho de volver a casa sin haber pegado un solo tiro ni matado ningún enemigo. Yo téngola nuevina n’un cajón junto al libru familia y el misal aquel de nácar con el que hice la primera comunión. Con el recetario de María Luisa son los libros más importantes que tengo en casa. Pues resulta que el día que me dieron La Blanca y me licencié, fui a correla por la capital con un amigu de Fraga (Huesca), de Iribarne no, y después de un montón de peripecies y otru montón de cerveces, ya un poco chispas, fuimos a cenar. Tenía que ser en un sitio modesto porque la viruta no daba para mucho, así que vimos uno que en el exterior traía un cartel con dos tenedores. “Ahí tiene que ser barato, solo tienen dos tenedores. Deben ser pa nosotros”, pensamos. Entramos en aquel emporio gastronómico y nos pusimos las botas. Cuando llegó la cuenta nuestros ojos no daban crédito, y nuestros bolsillos tampoco. Muchesmil pesetes de aquella. No les habíamos ganáo en t’ol serviciu. Empezamos a juntar algún billete que aún quedaba y la calderilla que andaba suelta en los bolsos, pero aquello no daba ni pa la botella de vino que habíamos trincáo. En camarero que nos ve avisa al chef y, ambos, con brazos en jarras aguardan con cara de sorna a ver qué es lo que hacemos. En esto recuerdo que traigo en mi cartera alguna tarjeta, la de soldáu y una de la Cruz Roja que entrego al chef, aliviado. “Donante de Órganos”, reza el plástico, como nos van a cobrar un riñón, cojan los dos si quieren, dije al tío. Y el tío mira la tarjeta con cara de mala hostia y me dice que se iba a quedar con mi culo, mientras me coge por la solapa. “Pare, pare…”, dice mi amigo. “¿Le sirve ésta?”, y le entrega una tarjeta negra, opaca. El tío se va con el plástico y la nota de la cuenta y vuelve factura en mano y, con toda cortesía, nos entrega factura y tarjeta y se deshace en disculpas. Perdonen, señores, sin duda ha sido una mala interpretación. Están invitados a café y copa, y lo que deseen. El de Fraga me aclara: “Mi padre es consejero de un banco. Me dio esto por si pasaba algo”. ¡Qué respiro!

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