martes, 10 de enero de 2012

CAPITULACIONES

Poder de las faldas, rendición de los pantalones
Hay mujeres que afirman con rotundidad que los hombres -sus hombres- somos muy torpes, casi todas lo dicen. Que no sabemos hacer dos cosas al mismo tiempo, que no nos enteramos de nada, que no espabilamos… Seguramente no les falta parte de razón. Sin embargo afirmamos sin riego a equivocarnos que ellas nos quieren así, flotando entre nubes de algodón, en la más absoluta de las inopias, ignorantes de la realidad y alejados de sus misterios inescrutables. El contrato nupcial es claro al respecto. Cuando hablamos de capitulaciones matrimoniales no nos referimos solamente a un acuerdo para fijar el régimen económico de los futuros esposos, sino que lo hacemos para dejar clarito que desde ese mismo instante de la firma ante el notario nosotros, los varones, acabamos de capitular, de rendirnos ante el poder de la astucia femenina. Y, claro, desde ese instante el sometimiento es total y absoluto: “Sí, cariño”, “lo que tú digas, cielo”, “¿cómo no te voy a querer, mi vida”, con tal de tenerla contenta y sin un ápice de mal humor, no sea que luego te haga mal la raya de los pantalones o te queme las lentejas.

Y es que nos falta capacidad hermenéutica, esto es saber lo que ellas quieren y desean a través de la interpretación de sus actos, sus gestos y sus palabras. Pongamos por caso, cuando la mandakari dice “¿qué?”, no es porque no te haya escuchado o entendido, sino que te está dando una oportunidad para que des otra orientación a lo que acabas de decir. Por ejemplo, tú le dices, “churri, voy a tomar una de sidra”. “¿Qué?, te sugiere. “Que voy a Correos a certificar una carta”, contestas. “Vale, ven pronto que quedé con Maipuri”. No te da tiempo a tomar dos culetes y tienes que estar de vuelta, justo el tiempo de franquear la carta, pagar y largar. Otra, “Marce, me olvidé de comprar pimientos del piquillo…, tienes que ir a donde tu sabes”. Esa es una autorización expresa para que salgas a tomar un café o lo que quieras, para que te abras de casa, vamos. Que no puedes andar merodeando por el pasillo mientras ella habla por el móvil con Maritere de lo mal que lo están pasando en Zarzuela con lo del yerno golferas. De paso traes más pimientos de esos, que está la despensa llena de ellos. Después, cuando se trata de que ella te haga algo, no se cómo se las arregla pero se escabulle: “cariño, hoy cantamos en el Teatro de La Felguera”, si puedes… “Si eso, ya paso por allí”, lo que significa que no irá, que estará tomando café con Marujina la de Pepe. Por eso Duke las llama así. “Mandakaris”. Porque son máquinas de mandar, con nuestra anuencia, claro. Y nosotros, los pobres maridos, máquinas de obedecer porque hemos capitulado desde el principio.

Lo malo es cuando, en lugar de una, tienes dos o tres mandakaris en casa. Tengo un amigu que anda t’ol día a recáos, p’acá y p’allá. Y si, por casualidá, ta tomando un vino conmigo, no pasen cinco minutos y ya-i suena el móvil. “Ye la mí fía, tengo que marchar”, me diz apresuráu. Resulta que esti probe tién la fía en la menetérica, y eso ya ye muy gordo. Que pa encima te manden con autoridá. No hay na que hacer, somos unos mandilinos. ¡Y a mucha honra!

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