Los antecesores de los peluqueros
La
navaja para afeitar, la tijera para cortar. El solitario en el dedo
anular y el meñique extendido hacia el cielo, el olor a Floyd, la
bata blanca y corta con la botonadura del lado derecho, por supuesto,
y la manicura exquisita, casi de pianista. Un montón de revistas
atrasadas encima de la mesa, la radio en Protagonistas por la mañana
y en el consultorio de Elena Francis por la tarde. Los clientes
inquietos en la espera, contando los minutos que les quedan para
sentase en el potro de tortura y, de paso, escuchando con desidia la
conversación que mantienen los dos protagonistas en escena. Llega el
turno. Antes de comenzar su trabajo el buen profesional exhibe su
destreza con la herramienta esgrimiendo varios tijeretazos rápidos
al aire como queriendo decir soy el mejor en esto y aquí mando yo.
El artesano del cabello habla con autoridad, no podía ser de otra
forma. Siempre creí que esa calidad solo era patrimonio de los que
trabajaban en pié frente a un auditorio callado, expectante y
respetuoso. El barbero siempre tiene razón y lo que él dice va a
misa, no sea que se le vaya la tijera y corte algo más que apéndices
capilares.
No es
una profesión cualquiera, faltaría más. Es el oficio de aquellos
que están permanentemente en contacto con la gente de la calle, con
los clientes, con la familia de los clientes, con las gentes que
pasan por delante de la peluquería y con las familias de los
paseantes. Conozco a peluqueros de los de antes, barberos, que son un
pozo de sabiduría, son el Fondón de la sapiencia. Éllos que
recogieron los peines y las tijeras de sus padres también heredaron
las facultades investigadoras que debe de tener un barbero que se
precie de buen profesional. Quien necesite de sus servicios debe de
saber que acudir a sus establecimientos es igual que tomarse en
Londres el té de las six o’clock, un ritual para el que se
necesita tiempo y paciencia. Sentarse en ese sillón significa
relajar cuerpo y mente y estar dispuesto a pasar por un tercer grado,
o lo que es lo mismo someterse a la prueba del polígrafo. Preguntas
y opiniones. Todo estriba en contestar su encuesta con monosílabos
y escuchar atentamente sus atinadas sentencias, “díxolo Xuan,
puntu redondu”. Recordarán que siglos ha, los barberos se ocupaban
también de las extracciones dentales. No me cabe la menor duda de
que eran los primitivos “sacamuelas”, y nadie preguntaba más que
ellos. Al refranero me remito. Y entre pregunta, respuesta y opinión
hay que estar al día de la vida exterior, de quienes pasan por la
calle: “buenos días Pepe, buenas tardes Juan, ¿qué tal el
paisano, María?…”. Nada se le escapa al barbero. Pero es que,
además, son los más entendidos en fútbol, política y relaciones
laborales, al igual que sus colegas del sexo opuesto lo son de los
affaires de los personajes y personajas de la Jet y, en estos tiempos
que corren, de los frikies y macarrillas de las teles de este país
de sobraos. Saben lo que no está escrito sin necesidad de la
Enciclopedia Británica ni de diccionarios. Evidentemente lo escrito
también lo saben.
Claro
que, estos profesionales de tijera y navaja, no están hechos para
todo el mundo. No toda la tropa es digna de su encomiable trabajo y
de sus sabios consejos. De todos es conocida aquella anécdota en que
un adusto ciudadano acudía a una barbería de las de antes. El
barbero le preguntó cómo se lo cortaba. “En silencio”, fue la
respuesta. Duke, que también va a la peluquería, prefiere escuchar
y permanecer callado mientras dura la faena y le crecen las orejas.
Tiene la lección bien aprendida.
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