Terminaba
de cenar un yogur y, unos minutos mas tarde, ví un anuncio en la
tele que proclamaba sus beneficios: “ayuda a mejorar el tránsito
intestinal...”, decía; “y tan solo en catorce días”,
concluyó. Regresé a la nevera y, con ansia, me comí el contenido
de los cinco envases que quedaban del pack. Me hubiera comido
catorce, uno por día, pero desgraciadamente mi esposa ignoraba el
estado de mis tripas cuando fue al supermercado. Total que, al día
siguiente, aún me quedaban tres días para salir de dudas y
desentrañar la certeza de esa panacea de yogur, cuando se me declara
una gastroenteritis. Me puse diarréico perdido, vamos. “Pero
bueno, ¿haces caso a todo lo que ponen en la tele?”, me dice mi
médico de cabecera. Avergonzado, me voy del dispensario con una
dieta a base de arroz hervido y unos polvos que tengo que tomar con
no sé cuantos litros de agua. “Y nada de yogures”, me dijo el
galeno antes de irme. El caso es que llevo dos días comiendo arroz
como si fuera un chino y bebiendo una pócima que sabe a rayos, amén
de mis visitas al excusado. ¡Malditos bífidus!.
Pero
es que ahora me doy cuenta que, desde hace ya dos meses, estaba
tomando -también para cenar- una margarina o mantequilla, o lo que
diablos sea eso que se unta, que, también según la tele, ayuda a
eliminar el colesterol, y me planteo si no habrá sido ese “pringue”
lo que me provocó el estreñimiento. Voy de nuevo al baúl del frío
y, cabreado, cojo el tarro de la dichosa mantequilla y lo tiro a la
basura, y con él un envase de jamón york contra los triglicéridos,
una botella de vino sin alcohol y unos botes de crema catalana “sin
azúcar”, entre otros productos estrella que mi mujer siempre tiene
en la nevera. Satisfecho por mi hazaña alimentaria, abro una lata de
callos de esas que traen todas las bendiciones y, olvidándome de las
prescripciones médicas, me la meto entre pecho y espalda con un buen
trozo de pan y media botella de rioja. Pasan tres horas y, ¡válgame
el cielo!, ¡qué retortijones!. ¡Ay, qué dolor de tripa!. Otra vez
al váter, vómitos y mas diarrea, y para mas inri mi mujer pica en
la puerta y me pregunta dónde está la puñetera margarina. “La
tiré a la m..”, le contesto. La santa se va a la nevera de
investigación y, cuando salgo del cuarto de baño, me monta un pollo
que no les quiero ni contar. “Yes un burru, ¿pienses que vives
solu en esta casa'”. Total que llevamos dos días enfadados y no me
cuece ni el arroz. Y mis hijos partiéndose el culo de risa. Papá,
¿quies esti chorizu baju en grasa y colesterol?, me dijeron todavía
hoy.
Y
entre el enfado con mi Santa y los problemas intestinales, estoy que
no quepo en mí, así que he vuelto a fumar. Fíjense cómo estaré
que esta tarde subí a un tren de cercanías con un cigarrillo entre
los labios y el revisor, inspector o como se llame, me indicó con
signos ostensibles que estaba prohibido. Fuera de mí, le llamo
“pringao” y le digo a gritos que si voy a hacer caso de todos los
carteles y anuncios que veo a lo largo del día, estoy “arreglau”.
El resultado es que, dos estaciones mas allá, sube al tren un señor
con aspecto serio que, tras identificarse, me hace bajar del tren y
me lleva a un cuartelillo. En estas estoy mientras espero por un
abogado. Duke se queda hoy sin pasear, ¡maldita sea mi suerte!
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