Un anciano grosero y maleducado
Venía
caminando muy despacio, abrigo azul marino, traje y corbata (que vi
mas tarde) que en él es habitual, y una larga bufanda enrollada al
cuello en una sola vuelta. Daba pasos cortos y pausados mientras leía
un libro que sujetaba con ambas manos. Se paraba de vez en cuando,
como reflexionando. Cuando estábamos a una distancia de diez metros
le dije, “Pareces un cura. Sotana, estola y misal”. Y con una
sonrisa prudente, también habitual en él, me dijo que estaba
leyendo cosas de medicina. Plegó el libro y me enseñó su portada:
“Físiología médica”. Como siempre que nos vemos y nos
encontramos en esos paseos por la ribera del Nalón, paramos a
conversar sobre esos temas que él domina mucho más que yo que,
dicho sea de paso, siempre aprendo algo de él. En estas estábamos
cuando acertó a pasar por nuestro lado un hombre, aparentemente
octogenario que ninguno de los dos conocíamos y que, viendo el libro
de Hermógenes, nos dijo sin disculpar su inoportuna interrupción
que alguien debería de escribir sobre la historia de lo que teníamos
al lado (casualmente las instalaciones de Felguera Melt) y de su
situación actual. Siguió hablando y contando su batalla mientras
nos mirábamos uno al otro como preguntándonos qué hacer y cómo
desprendernos de aquel maleducado anciano. En esto pasó nuestra
amiga Montse con su perrito, Yogui, y ambos la saludamos. Hasta
luego, Rubia, le dije yo. El anciano, sin mirar para ella, dijo, “de
frasco”, algo que ella seguro que oyó, y a nosotros nos dejó muy
mal cuerpo. Y el hombre, con las gafas caídas sobre su nariz, siguió
a lo suyo cuando decidí que era el momento de acabar con aquello.
Mire, señor, ya que habla de libro, estamos tratando de medicina
(Hermo le mostró la portada, que apenas miró). Ya sabe, llegamos a
ciertas edades en que todo son achaques. Créanos, no sabemos nada de
lo que usted habla. Esto de la siderurgia nos coge muy de lejos. Con
la intención de que se fuera, que no se vio satisfecha porque en ese
instante, sin duda tomándonos por galenos, se puso a disertar sobre
la incompetencia de los de la profesión, de los de cabecera, de los
especialistas, de los jóvenes y de los menos. De ellas y de ellos.
Por suerte no entró en política ni en fútbol. Al fin se marchó, y
ambos comentamos su mala “follá”, que diría un granadino.
Cuando
Hermo y yo nos despedimos, le dije: “Si te lo vuelves a encontrar,
dile que eres cura, terminará de confesarse”. Los pelmazos
sabiondos, incívicos y groseros.
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