domingo, 7 de septiembre de 2014

CUANDO LOS MARIDOS IBAN A LA GUERRA

Cualquier tiempo pasado fue mejor

En la baja edad media no había seguridad social, ni planes de jubilación y pensiones, ni tampoco paro. Quienes no disponían de una pequeña parcela para el cultivo y alguna cabeza de ganado que permitieran alimentar a su prole, tenían que cultivar las tierras del noble de la comarca y cuidar su ganado por unos mendrugos de pan o sumarse a sus huestes armadas para guerrear contra las del noble de al lado en disputa por el territorio o por alguna doncella de buen ver. Era la principal ocupación de los varones de entonces, servir a los otros barones, condes, duques y marqueses. En el campo o en la batalla. Duke también estuvo allí y, de aquella experiencia en tiempos tan lejanos, me contó que las cosas eran casi igual que lo son ahora, solo que sin fútbol ni Belén Esteban. Una gozada fueron aquellos tiempos. Los machos a trabajar dedicándose al degüello, el destripe y la rapiña, y las hembras en casa a cuidar la prole y a esperar el regreso de su paladín que era el poseedor de la llave que abría el cinturón que guardaba la flor de su secreto. Y entre campaña y campaña fabricaban un soldadito más, o una damisela que pronto heredaría el famoso cinturón, si antes no sucumbían ante alguna epidemia de las de entonces, la peste, el tifus o la madre que los parió. En aquellos tiempos no había gripe ni sarampión, y si los había aún no lo habían descubierto. Inocentes.
El caso es que cuando el marido volvía de la guerra debía de rendir cuentas a la mandakari, como ahora. Entregarle hasta el último vellón de su soldada y contarle con pelos y señales a quiénes y cuántos de sus enemigos había mandado al otro mundo o había dejado mancos, cojos o ciegos. Otra cosa era lo obtenido como producto del saqueo, y la enumeración de las doncellas violadas en tal menester. Eso eran los chollos que, como ahora, se guardaba para su peculio particular, sustrayéndolo así del férreo control de su santa que, sabedora de ello, otorgaba generosamente para que el guerrero tuviese sus pequeños caprichos, y caprichas. Lo que se dio en llamar “el descanso del guerrero”.
Por eso, lo que Duke decía, las cosas nos han cambiado en gran medida. Lo que pasa es que en los tiempos que corren ya hay cinco millones de guerreros -y más que habrá- que no matan ni hieren. No pueden, pero ganas no les faltan. Y cada vez hay más que, a falta de batallas, se dedican a esos chollos y, en su caso, al saqueo y la rapiña, como hace mil años. Son soldados que prematuramente han pasado a la reserva, sin la más mínima esperanza de volver a entrar en liza, de ser llamados al destripe y al despanzurre. Son soldados sin escudo y sin espada, pero soldados al fin y al cabo. Ahora ya no hay descanso para el guerrero, y ellas, que se han sumado a las batallas no hace mucho, están en las mismas. Ya no son necesarias las trincheras, tenemos socavones. Hoy día las batallas las libran otros, lejos de estas tierras. Allende los mares.

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