En la
baja edad media no había seguridad social, ni planes de jubilación
y pensiones, ni tampoco paro. Quienes no disponían de una pequeña
parcela para el cultivo y alguna cabeza de ganado que permitieran
alimentar a su prole, tenían que cultivar las tierras del noble de
la comarca y cuidar su ganado por unos mendrugos de pan o sumarse a
sus huestes armadas para guerrear contra las del noble de al lado en
disputa por el territorio o por alguna doncella de buen ver. Era la
principal ocupación de los varones de entonces, servir a los otros
barones, condes, duques y marqueses. En el campo o en la batalla.
Duke también estuvo allí y, de aquella experiencia en tiempos tan
lejanos, me contó que las cosas eran casi igual que lo son ahora,
solo que sin fútbol ni Belén Esteban. Una gozada fueron aquellos
tiempos. Los machos a trabajar dedicándose al degüello, el destripe
y la rapiña, y las hembras en casa a cuidar la prole y a esperar el
regreso de su paladín que era el poseedor de la llave que abría el
cinturón que guardaba la flor de su secreto. Y entre campaña y
campaña fabricaban un soldadito más, o una damisela que pronto
heredaría el famoso cinturón, si antes no sucumbían ante alguna
epidemia de las de entonces, la peste, el tifus o la madre que los
parió. En aquellos tiempos no había gripe ni sarampión, y si los
había aún no lo habían descubierto. Inocentes.
El
caso es que cuando el marido volvía de la guerra debía de rendir
cuentas a la mandakari, como ahora. Entregarle hasta el último
vellón de su soldada y contarle con pelos y señales a quiénes y
cuántos de sus enemigos había mandado al otro mundo o había dejado
mancos, cojos o ciegos. Otra cosa era lo obtenido como producto del
saqueo, y la enumeración de las doncellas violadas en tal menester.
Eso eran los chollos que, como ahora, se guardaba para su peculio
particular, sustrayéndolo así del férreo control de su santa que,
sabedora de ello, otorgaba generosamente para que el guerrero tuviese
sus pequeños caprichos, y caprichas. Lo que se dio en llamar “el
descanso del guerrero”.
Por
eso, lo que Duke decía, las cosas nos han cambiado en gran medida.
Lo que pasa es que en los tiempos que corren ya hay cinco millones de
guerreros -y más que habrá- que no matan ni hieren. No pueden, pero
ganas no les faltan. Y cada vez hay más que, a falta de batallas, se
dedican a esos chollos y, en su caso, al saqueo y la rapiña, como
hace mil años. Son soldados que prematuramente han pasado a la
reserva, sin la más mínima esperanza de volver a entrar en liza, de
ser llamados al destripe y al despanzurre. Son soldados sin escudo y
sin espada, pero soldados al fin y al cabo. Ahora ya no hay descanso
para el guerrero, y ellas, que se han sumado a las batallas no hace
mucho, están en las mismas. Ya no son necesarias las trincheras,
tenemos socavones. Hoy día las batallas las libran otros, lejos de
estas tierras. Allende los mares.
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