El
añu que vien corro los Sanfermines, ¿vienes conmigo?, le decía el
viernes pasado a un amigo a través de este invento diabólico de
“guasap”. Sí, me dijo, pero no hay güevos. Y le contesté, lo
que no hay son otres coses como aquello de los años, la forma física
y demás, pero corremos de los primeros quince o veinte metros y,
cuando echemos el resuellu, metémonos en un portal y ya ta, podemos
presumir de haber estáo allí, le contesté. Pues vamos, acordamos
ambos. ¡Ay, amigu!, pero ayer sábado, cuando ví el telediario y
miraba pa la montonera que se lió a la entrada de la plaza con los
güeyos como los del Bretón esi que paecen los de un camaleón, que
solo parpadea -o zarramica, como decimos en Lada- cada hora y media,
quedé tan acojonáu que mandéi otru guasap al mi amigu diciendo-i.
“Oye, que de lo hablao ayer ná. Que tienes razón, non tengo g…”.
El caso es que, pensándolo bien, siempre me gustaron los toros y,
por ello, tuve serias zapatiestas con mucha gente, sobre todo con
amigas. Y siguen gustándome, sobre todo el rejoneo. Me parece de una
plasticidad absoluta. Pero, de igual forma, siempre pensé que yo
nunca me pondría delante de los cuernos de un bicho de esos de
seiscientos quilos, ni aunque los tuviera de chocolate. Hasta que se
me ocurrió la barbaridá del viernes. Y hoy, domingo, cuando leen la
columna de Duke pensamos que eso de los encierros y los Sanfermines
está muy bien, pero tendrían que regularlo de otra manera. Por
ejemplo, nada de alcohol entre los mozos (y les moces) para lo que
habría que soplar antes de correr; y en vez de toros de la ganadería
de Manolín el de les Lanches que suelten burrinos de cualquier otra
ganadería, aunque, mirándolo bien, d’esos ya hay muchos sueltos
por ahí. Y no digo na si, en su lugar, se les ocurre soltar cabras,
o cabrones.
Total
que, en definitiva y concluyendo, esa tradición pamplonica trae
mucha gente y aporta mucha pasta a la hostelería navarra, pero no
deja de ser una locura alentada desde todas las instituciones. Si le
gustaba mucho a Hemingway y a Ava Garner, también les gustaba el
morapio y, no por ello, debemos de emborracharnos todos. El ambiente
y la fiesta es una cosa. Los dos o tres minutos interminables que
dura el espectáculo son otra, muy seria. No es lo mismo ser torero,
un profesional que lo gana y está preparado para ello, que un loco
que se carga de cazalla para saltar delante de esas bestias con astas
de metro y medio. Decididamente, no vamos.
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