Las colas en el súper
Las cosas que suceden en los establecimientos públicos son
para escribir más de un libro. ¿Qué hostelero, tendero, peluquero o cualquier
otro profesional que se ocupe de la atención al cliente, no tiene tantas
historias y anécdotas para contar que darían para una enciclopedia? En más de
una ocasión hemos contado en estas páginas alguna de esas historias,
aconteceres que nos han sucedido a Duke y quien suscribe. La que hoy les cuento
se ha reiterado en un montón de ocasiones. Ya saben, esos recados de la
mandakari que ya se toman como algo tan cotidiano como el pan nuestro de cada
día. Pues a por pan, precisamente, vamos todos los días al super con la sana intención
de hacer el mandado de forma rápida y expedita, procurando la mínima espera en
el puesto y en la caja, y hace unos días nos sucedió lo que tantas otras veces.
Entramos en el super raudos como flechas y en el pasillo que nos dirige hacia
la panadería, por cierto con mercancías dispuestas para ser colocadas en las
estanterías, nos encontramos con una señora oronda que camina lentamente y nos
impide el paso. Como somos corteses, y no nos es posible saltarla ni mucho
menos rodearla, caminamos tras ella hasta llegar al puesto donde se para y,
tras esperar su turno, empieza nuestro calvario. “Fulanita, ¿guardásteme la
docena de casadielles que te encargué ayer?, hay fía están buenísimes…” Y la
empleada se las envuelve y embolsa. “Oye, eses que tienes ahí donde aquell’otro
¿qué ye de nata o crema?..., pues dame media docena”. De nuevo el embolse.
“Ponme ocho palmeres de chocolate y seis normales”. Más embolse. Mientras tanto
nosotros impacientes dándole al pie y pensando que todo eso no se lo podía
comer ella solita. O sí. Continúa el pedido, “¡ah!, ponme también esas dos
espigas de cabello de ángel”. Acabáramos, yo que quería una y me acabo de
quedar sin ella. ¡Hay que joderse! Y, luego de escrutar la vitrina y pedir
alguna chuche más, por último el pan. Medio bregáo, cuarto de no se qué y seis
bollos preñáos. Digo yo que eso será pa to la semana… Todo al carro y se va.
Llega mi turno. “¿No te quedan espigas?”. - Se las llevó la señora que iba
delante, me contesta la empleada. “Pues dame el pan de siempre, anda. Embolse y
me voy corriendo a caja donde me encuentro de nuevo con la gorda descargando en
el mostrador el carráu pasteleru de los cojones. Veinte minutos pa comprar una
puñetera barra de pan, oiga.
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