Lo de antes
Soy de aquellos que fueron soldados cuando la batalla de las
Navas de Tolosa, antes de que a Colón le entraran ganas de descubrir y
empezaran las modernidades traídas de ultramar. De cuando en la mili hacíamos
las guardias armados con lanzas, arcos y flechas, y una espada para el
escabeche. Cuando no había garitas y pasábamos las noches en las almenas, de
esquina a esquina del castillo. Cuando nos ponían de plantón de catapultas y no
a vigilar la vespa del teniente Romerales. Soy de aquellos que pasaba dos años
en el frente, prestos siempre al destripe y al degüelle. Quienes se licenciaban
a los cuarenta, tras lustros de campañas y saqueos, victorias y derrotas.
Quienes se enamoraban de una doncella y, a hurtadillas, intercambiaba miradas
de amor y promesas de fidelidad eterna para, luego, volver a trincheras a
procurar el despanzurre del enemigo y a no ser despanzurrado por él, porque nos
esperaba nuestra dama. En fin, habrán podido ustedes colegir en este breve
preámbulo que soy de los de la vieja escuela. En una palabra: “de los de
antes”.
Y, siendo así, soy de los que les gusta comer el cordero o
los langostinos con las manos, pelar las naranjas y los plátanos con los dedos.
Y beber vino de la bota y del porrón, haciéndolo chocar contra mis dientes,
para luego pasarlo a mi compañero de la derecha. O de la izquierda. Odio las
modernidades inútiles, las sofisticaciones inútiles y las pijoterías innecesarias.
Porque es que el otro día estaba en un restaurante de medio pelo, como la
inmensa mayoría de los que hay aquí y en todos lados, y a mi lado había una
pareja de afuera (no se si madrileña, extremeña o de Tegucigalpa) que usaban la
copa del vino para el agua y viceversa. El cuchillo del pescado para la carne y
al contrario. Y que, al final, pidieron sendas naranjas “de la tierra” y se
dispusieron a comerlas con cuchillo y tenedor de postre. Ella todavía se las
apañó, más mal que bien, pero lo que es él, en cuanto pinchó y aplicó el de
cortar armó la de su madre. El muy gilipollas. La naranja saltó como una libre
hasta cerca de nuestra mesa, el plato volcó y le dio a dos copas que rompieron
en añicos derramando su contenido sobre el blanco mantel. Cuando el camarero
acudió al auxilio, bayeta en ristre, la dama se disculpó diciendo: “perdone, es
que no está acostumbrado”. Lo dicho: “debemos de ser de los de antes”. Muy
antiguos.
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