jueves, 3 de septiembre de 2015

VIEJA ESCUELA



Lo de antes



Soy de aquellos que fueron soldados cuando la batalla de las Navas de Tolosa, antes de que a Colón le entraran ganas de descubrir y empezaran las modernidades traídas de ultramar. De cuando en la mili hacíamos las guardias armados con lanzas, arcos y flechas, y una espada para el escabeche. Cuando no había garitas y pasábamos las noches en las almenas, de esquina a esquina del castillo. Cuando nos ponían de plantón de catapultas y no a vigilar la vespa del teniente Romerales. Soy de aquellos que pasaba dos años en el frente, prestos siempre al destripe y al degüelle. Quienes se licenciaban a los cuarenta, tras lustros de campañas y saqueos, victorias y derrotas. Quienes se enamoraban de una doncella y, a hurtadillas, intercambiaba miradas de amor y promesas de fidelidad eterna para, luego, volver a trincheras a procurar el despanzurre del enemigo y a no ser despanzurrado por él, porque nos esperaba nuestra dama. En fin, habrán podido ustedes colegir en este breve preámbulo que soy de los de la vieja escuela. En una palabra: “de los de antes”.
Y, siendo así, soy de los que les gusta comer el cordero o los langostinos con las manos, pelar las naranjas y los plátanos con los dedos. Y beber vino de la bota y del porrón, haciéndolo chocar contra mis dientes, para luego pasarlo a mi compañero de la derecha. O de la izquierda. Odio las modernidades inútiles, las sofisticaciones inútiles y las pijoterías innecesarias. Porque es que el otro día estaba en un restaurante de medio pelo, como la inmensa mayoría de los que hay aquí y en todos lados, y a mi lado había una pareja de afuera (no se si madrileña, extremeña o de Tegucigalpa) que usaban la copa del vino para el agua y viceversa. El cuchillo del pescado para la carne y al contrario. Y que, al final, pidieron sendas naranjas “de la tierra” y se dispusieron a comerlas con cuchillo y tenedor de postre. Ella todavía se las apañó, más mal que bien, pero lo que es él, en cuanto pinchó y aplicó el de cortar armó la de su madre. El muy gilipollas. La naranja saltó como una libre hasta cerca de nuestra mesa, el plato volcó y le dio a dos copas que rompieron en añicos derramando su contenido sobre el blanco mantel. Cuando el camarero acudió al auxilio, bayeta en ristre, la dama se disculpó diciendo: “perdone, es que no está acostumbrado”. Lo dicho: “debemos de ser de los de antes”. Muy antiguos.

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