La foto del niño sirio
En el día soleado de cualquier playa de la costa otomana una
vela ilumina tres piedras apiladas sobre los trazos de un sendero sinuoso
marcado sobre la arena. Es el sentido homenaje a la tragedia gratuita. Los
millones de corazones que lloran la desgracia de una familia destruida por el
destino. La humanidad sobrecogida ante “la foto”, ante la imagen del niño
mecido por las olas del Egeo. Sin vida. Solo y olvidado, mirando la tierra que
nunca volverá a pisar, y el horizonte que representaba su futuro. Sin verlos,
sin sentirlos ni soñarlos. Una piedra por cada añito que tenía el niño sirio.
Un niño como cualquier otro niño de cualquier otro país que ve las cosas de
lejos, o que ni siquiera las ve. Su madre, su hermano y él mismo. Tres años,
tres piedras, tres miembros de una familia golpeada por el furor de la mar y la
crueldad del mundo en que vivían y del que querían escapar. Una vela colocada
por su padre que alumbra la promesa del regreso a su tierra donde honrará la
memoria de los tres inocentes. Bajo las bombas. Con la amenaza terrorista de
los cuchillos asesinos. Nada le importa en esta vida, sólo el retorno al hogar
maldito. Ya no hay miedo, tampoco esperanza. No hay nada. Sólo tres piedras
amontonadas en una playa turca que también acabarán siendo arrastradas por el
mar. Y por el olvido.
La guerra de Vietnam nos ha dejado una imagen en la memoria.
La niña desnuda y aterrorizada que corre de las bombas de napalm. Con la piel
de su leve cuerpo hecha girones. Blanco y negro. Inocencia y odio. Piedra sobre
piedra. Como en todas las guerras. Los niños, las más inocentes criaturas, los
más castigados por la sinrazón, por el integrismo de las religiones, por el
odio ancestral entre los humanos. Los niños, siempre los ángeles, son quienes
muestran al mundo la barbarie del hombre.
Alguien clama que occidente baje sus tropas a tierra y acabe
con los criminales que están provocando el mayor éxodo de inocentes desde la
segunda guerra, que no tardando lo será de la historia de la humanidad. Pero
nadie se mueve. Sólo echan las manos a la cabeza espantados por el horror y
rasgando sus vestiduras. Como los fariseos del principio de nuestra era. Como
todos nosotros, tan culpables como la mar. La insaciable mar, serena y mortal.
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