lunes, 17 de agosto de 2015

UN CARADURA



La picaresca de algunos


En el parque de Sama, a la altura del monumento erigido a Dorado, hay cuatro bancos dispuestos en forma de “U” donde suelen sentarse miembros de una tertulia de hombres mayores, casi todos con boina y bastón. Son bancos novelescos, al igual que aquel del parque de La Alameda en Santiago de Compostela donde son famosas “As duas Marías” y también la eterna sentada de Don Ramón del Valle Inclán en un banco como los nuestros, pero de forja. Volviendo a lo doméstico, hace unos días cinco o seis ancianos de los habituales estaban reunidos en el lugar platicando de sus cosas cuando un hombre de unos cuarenta años llegó sujetando con una correa a un “canis vulgaris”, esto es a un perro de los que ahora llaman “mil pichas”. Le pidió al anciano que permanecía de pie que le hiciera el favor de sujetar al chucho mientras él iba a los cercanos aseos. Lo hacía ostensiblemente apurado, sujetándose la entrepierna. El hombre cogió la correa del perro y el otro se fue corriendo a los servicios. Al menos ese fue el ademán que hizo porque al llegar a la puerta, miró hacia atrás y al ver que no le miraban, se dirigió a una cafetería cercana. Mientras tanto el anciano nervioso sujetaba celosamente al can que, también inquieto y enhiestas sus orejas, miraba en la dirección por donde se había ido su irresponsable dueño.
De pronto pasó una perrita y el cánido se puso como loco a intentar percibir el aroma que desprendía la dama. Para ello iba de un lado a otro enrollando la correa en las piernas del anciano, y éste girando torpemente sobre sí mismo para desenrollar la puñetera cuerda hasta estar a punto de dar con sus viejos huesos en el suelo. Cuando dos de sus compañeros se levantaron para ayudarle el can comenzó a ladrarles desaforadamente, pensando que querían quitarle su ligue. Y en esto, después de quince minutos, llegó el amo, con un breve gesto dio gracias, y se iba a marchar como si tal cosa cuando tres de los ancianos le rodearon diciéndole que ellos mismos, prostáticos todos, nunca tardaban tanto en echar una meada. ¡Cara dura!, remataron. ¡Sivergüenza!, concluyeron. Y el otro se fue de allí a buscar a alguien que le cuidara a Toby mientras se tomaba otro vino. O medio litro. Duke lo vio desde enfrente, sentado en el cesto de La Carbonera. El monumento erigido a don Luis Adaro. Su sitial predilecto.

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