La picaresca de algunos
En el parque de Sama, a la altura del monumento erigido a Dorado, hay
cuatro bancos dispuestos en forma de “U” donde suelen sentarse miembros de una tertulia
de hombres mayores, casi todos con boina y bastón. Son bancos novelescos, al
igual que aquel del parque de La Alameda en Santiago de Compostela donde son
famosas “As duas Marías” y también la eterna sentada de Don Ramón del Valle
Inclán en un banco como los nuestros, pero de forja. Volviendo a lo doméstico,
hace unos días cinco o seis ancianos de los habituales estaban reunidos en el
lugar platicando de sus cosas cuando un hombre de unos cuarenta años llegó
sujetando con una correa a un “canis vulgaris”, esto es a un perro de los que
ahora llaman “mil pichas”. Le pidió al anciano que permanecía de pie que le
hiciera el favor de sujetar al chucho mientras él iba a los cercanos aseos. Lo
hacía ostensiblemente apurado, sujetándose la entrepierna. El hombre cogió la
correa del perro y el otro se fue corriendo a los servicios. Al menos ese fue
el ademán que hizo porque al llegar a la puerta, miró hacia atrás y al ver que
no le miraban, se dirigió a una cafetería cercana. Mientras tanto el anciano
nervioso sujetaba celosamente al can que, también inquieto y enhiestas sus
orejas, miraba en la dirección por donde se había ido su irresponsable dueño.
De pronto pasó una perrita y el cánido se puso como loco a intentar
percibir el aroma que desprendía la dama. Para ello iba de un lado a otro
enrollando la correa en las piernas del anciano, y éste girando torpemente
sobre sí mismo para desenrollar la puñetera cuerda hasta estar a punto de dar
con sus viejos huesos en el suelo. Cuando dos de sus compañeros se levantaron
para ayudarle el can comenzó a ladrarles desaforadamente, pensando que querían
quitarle su ligue. Y en esto, después de quince minutos, llegó el amo, con un
breve gesto dio gracias, y se iba a marchar como si tal cosa cuando tres de los
ancianos le rodearon diciéndole que ellos mismos, prostáticos todos, nunca tardaban
tanto en echar una meada. ¡Cara dura!, remataron. ¡Sivergüenza!, concluyeron. Y
el otro se fue de allí a buscar a alguien que le cuidara a Toby mientras se
tomaba otro vino. O medio litro. Duke lo vio desde enfrente, sentado en el
cesto de La Carbonera. El monumento erigido a don Luis Adaro. Su sitial
predilecto.
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