Juegos de juventud
Eran los tiempos de juventud, no hace tanto, en que las
pandillas se reunían en cualquier bar -casi siempre uno de aquellos bodegones
tan habituales en estas cuencas- y jugaban a los dados, a la siete y media como
don Mendo (o te pasas o no llegas), o en muchos casos a aquello de La Abuela
que consistía en tener la rapidez de mente y la lucidez suficientes mientras se
bebía sin parar. El que se equivocaba tenía que tragarse un vaso de vino a
tope, en muchos casos mezclado con mistela, de manera que cuando llevaba varias
confusiones estaba más mareado que un aldeano en la gran manzana. Uno de los
participantes en el juego ejercía como “abuela” y a cada uno de los demás se le
asignaba un número por el que se le llamaba aleatoriamente. “La abuela cuando
se murió cinco vasos de vino dejó”, decía la abuela para empezar. Y el número
cinco: “¿cómo que cinco?”, “¿cuántos pués?”, contestaba la abuela. “Dos”, decía
el cinco. “¿Cómo que dos?”... y así sucesivamente hasta que uno de los
jugadores, incluida la abuela, metía la pata y decía su propio número o alguna
expresión que no figuraba en el protocolo del juego. Entonces le tocaba tomarse
un lingotazo de antioxidante, de manera que al cabo de poco tiempo la mitad de
los jugadores y sobre todo las jugadoras, que evidentemente aguantaban menos la
bebida, tenían una castaña descomunal y acababa por dejar la partida.
Eran cosas que se hacían sobre todo en verano cuando las
pandillas se juntaban durante unos días que compartían camping, casa e incluso
cielo abierto. Diez o doce amigos, chicos y chicas (hós y nés) estábamos en
Cangas de Onís en casa de un colega mío de facultad y aquella célebre partida
fue en Ribadesella. Uno y una se enzarzaron con sus respectivos números, yendo
el uno a por la otra y la otra a por el uno, picados, mientras los demás casi
estábamos allí como meros espectadores, de manera que entre los dos se
despacharon la cosecha del ochenta y tres, hasta el punto que casi tuvimos que
ir a la Iglesia para que el cura riosellano nos despachara parte de sus haberes
de vino de misa para la mezcla. Eran como el famoso conejo, duraban y duraban,
pero ambos tenían el perjudique más increíble que he visto en mi vida. Ya no
articulaban dos palabras seguidas: “da abueda de daba ad modabio. Hip”.
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