Le contaba la historia de
su vida y mientras hablaba, mi joven amigo pensaba en lo que le gustaría llegar
a la edad de aquel hombre con la cabeza tan bien amueblada, como él la tenía.
No son familia y hace más de 30 años que no se veían, sin embargo Jerónimo le
recuerda perfectamente. "Siempre ibas pegado a tu padre, rubio y así de
alto (dice mientras baja la palma de la mano por debajo de la cintura). Siempre
que te veía te preguntaba qué tal estabas y siempre decías que bien. Después te
fuiste a estudiar a Salamanca y siempre preguntaba a tu padre cómo te
iba". Jerónimo Fernández era amigo de José Antonio Carabín y ahora, tras
un reencuentro premeditado, también es amigo de su hijo, Pelayo. Giro, como se
le conoce, le cuenta que su padre murió en la mina cuando él sólo tenía 6 años,
una hermana suya murió con 12 años después de una larga enfermedad, de esas de
principios del siglo XX. Su madre, consiguió sacarles adelante a él y sus
hermanos, gracias a una huerta, unas vacas y la pensión. "Nunca nos faltó
de nada la verdad, incluso mi madre ayudaba a algunas familias que pasaban por
La Nueva. Recuerdo a una familia con muchos hijos que llegó un día a mi casa,
el más pequeño estaba desnutrido y venía con la boca cubierta de moscas. Mi
madre les ayudó. Hoy en día sólo vive aquel chaval y aún nos saludamos".
Giro es el vivo testimonio
de muchos asturianos de la Cuenca del Nalón, cuya vida ha estado ligada
irremediablemente a la mina. "Yo empecé como pinche en un lavadero de
carbón pero los maestros decían a mi madre que tenía que estudiar, que tenía
madera y había que aprovecharlo", relata con vehemencia. Su carácter
conciliador y su bondad son un aval. Lo saben bien quienes le tratan y conocen,
hasta el punto que, pese a haber sido siempre de derechas, convivió con los
fugados que sobrevivían escondidos en
los montes tras el fin de la Guerra Civil. "Mis hermanos eran de izquierdas
y tenían relación con los maquis. Yo a veces llegaba a casa y los había cenando en mi casa, pero yo nunca dije nada a
nadie. Incluso veía como subían al monte a buscarlos, pero estaban bien
escondidos. Yo sabía dónde estaban y jamás dije nada". Mientras Giro
habla, Pelayo siente rabia, por él y por miles de personas que envejecen llenos
de vivencias y sabiduría sin que nadie lo plasme en los libros. “Pasa la vida y
dejamos que se pierdan sus historias, nuestra Historia”, dice Pelayo. Ayudante
en un lavadero, delineante, topógrafo e Ingeniero Técnico de minas. Gracias a
su buen hacer, ascendió como la espuma al lado de la mina. Orgulloso le contó
cómo se sirvió de su influencia en los pozos mineros para mejorar la vida de
los picadores, los vigilantes y los conductores. Cómo aplicó las enseñanzas de
sus buenos profesores para mejorar las infraestructuras dentro de las
explotaciones: vías más seguras, jornadas más llevaderas, nuevas
herramientas...
Antes de despedirse le
dijo, y le repitió: "No pudieron conmigo Pelayo. No pudieron
conmigo". Pensaba en su padre, su hermana, su experiencia en la mina y en
sus 88 años. Nada de aquello pudo con Giro, un hombre menudo pero fuerte. Tan
fuerte como el abrazo que se dieron al final. Caminaban en sentido opuesto y mi
amigo miró hacia atrás. Giro le miraba también y sonreía. Parecía que le
estuviera preguntando: ¿Qué tal estás Pelayo? Fue el comienzo de una duradera
amistad.
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