La tarjeta del escándalo
Los que hicieron la mili se acordarán de aquella cartilla que
nos tenían secuestrada durante catorce o dieciocho meses hasta que, una vez
cumplidos y si nos habíamos portado bien, nos devolvían firmada por el coronel
del regimiento. O por el furriel, ya no me acuerdo. Era La Blanca, la cartilla
militar que acreditaba aquello de “el valor se le supone” y que te daba el
derecho de volver a casa sin haber pegado un solo tiro ni matado ningún
enemigo. Yo téngola nuevina n’un cajón junto al libru familia y el misal aquel
de nácar con el que hice la primera comunión. Con el recetario de María Luisa
son los libros más importantes que tengo en casa. Pues resulta que el día que
me dieron La Blanca y me licencié, fui a correla por la capital con un amigu de
Fraga (Huesca), de Iribarne no, y después de un montón de peripecies y otru
montón de cerveces, ya un poco chispas, fuimos a cenar. Tenía que ser en un
sitio modesto porque la viruta no daba para mucho, así que vimos uno que en el
exterior traía un cartel con dos tenedores. “Ahí tiene que ser barato, solo
tienen dos tenedores. Deben ser pa nosotros”, pensamos. Entramos en aquel
emporio gastronómico y nos pusimos las botas. Cuando llegó la cuenta nuestros
ojos no daban crédito, y nuestros bolsillos tampoco. Muchesmil pesetes de
aquella. No les habíamos ganáo en t’ol serviciu. Empezamos a juntar algún
billete que aún quedaba y la calderilla que andaba suelta en los bolsos, pero
aquello no daba ni pa la botella de vino que habíamos trincáo. En camarero que
nos ve avisa al chef y, ambos, con brazos en jarras aguardan con cara de sorna
a ver qué es lo que hacemos. En esto recuerdo que traigo en mi cartera alguna
tarjeta, la de soldáu y una de la Cruz Roja que entrego al chef, aliviado.
“Donante de Órganos”, reza el plástico, como nos van a cobrar un riñón, cojan
los dos si quieren, dije al tío. Y el tío mira la tarjeta con cara de mala
hostia y me dice que se iba a quedar con mi culo, mientras me coge por la
solapa. “Pare, pare…”, dice mi amigo. “¿Le sirve ésta?”, y le entrega una
tarjeta negra, opaca. El tío se va con el plástico y la nota de la cuenta y
vuelve factura en mano y, con toda cortesía, nos entrega factura y tarjeta y se
deshace en disculpas. Perdonen, señores, sin duda ha sido una mala
interpretación. Están invitados a café y copa, y lo que deseen. El de Fraga me
aclara: “Mi padre es consejero de un banco. Me dio esto por si pasaba algo”.
¡Qué respiro!
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