Una amiga “enorme” que a las noches visita mis ventanas no ha mucho me contó una maravillosa historia tan real como la vida misma, tan cierta como la propia muerte. Es la historia de Rosaura, su bisabuela. Vivía en Veneros, un pueblo con apenas cuatro casas cerca de Les Bories. Era una mujer especial porque se pasaba el tiempo libre leyendo, habida cuenta de que vivía en una aldea casi perdida, en tiempos casi también perdidos, allá por 1.890, en un lugar donde no había libros. Rosaura bajaba una vez por semana a La Felguera, cargada de hortalizas, mantequillas y huevos que medio regalaba a la esposa de un ingeniero de minas, a cambio de llevarse prestados decenas de libros que devoraba sentada en su balancín en el porche de su casa. Tenía 54 años cuando murió de una insuficiencia cardiaca. Otras mujeres de su familia también la tuvieron, y fueron longevas. Rosaura, sin embargo, no tuvo esa suerte. Y pasado un siglo su biznieta -mi amiga enorme- la recordó para la posteridad con el siguiente poema: Los dientes de Rosaura/eran blancos,/ y los ojos,/ miel de espliego./El pelo/ largo y claro/ como el maíz en julio./ Las manos, morenas./ Una tarde, Rosaura/ se sentó a leer/ en su balancín/ con tachuelas de goma,/ y murió…/ La encontraron descalza/ vestida de percal,/ con una lágrima/ prendida en las pestañas,/ y el libro abierto/ en la penúltima página.

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