Mi primer tropiezo con lo deportivo lo tuve con once años cuando me examinaba por libre de Educación Física en el Instituto Jovellanos de Gijón. Lanzábamos peso, saltábamos altura y longitud y corríamos los 100 metros lisos, entre alguna que otra prueba que ya no recuerdo. Pues bien, por aquella tenía un ojo de gallo en la misma planta de un pié que me causaba ciertas molestias. Lancé y salté, y sin ningún problema superé las pruebas hasta que llegó la carrera. Cuando iba por la mitad pisé una pequeña piedra justo donde tenía la callosidad y me fui al suelo con un enorme dolor y un esguince. Un tres, y para casa. En septiembre no hubo problemas. Siendo un poco mayor, quince o dieciséis añitos, y bastante mediocre por cierto para la práctica de cualquier deporte, mi querido profe y amigo Fernando Montes me fichó contra mi voluntad para correr los 110 metros vallas en una competición de atletismo que se celebraba en el San Gregorio de Oviedo. Se trataba de conseguir puntos y no tenían a nadie para esa prueba, cuando en el resto disponían de verdaderas celebridades (Toni Mazola, José Manuel Rguez., Ordax, César Mortera…, y alguno más), pero es que además solo tenía un rival, por lo que la obtención de algún punto era segura. Nunca había usado zapatillas de clavos. Como poco llegaría el último que era lo mismo que una medalla de plata. Pues no. Cuando vi salir a mi rival corriendo como una posta, me piqué, metí la directa y cuando pasé la segunda valla, topé con otra piedra, me desequilibré y me salí de la calle. Descalificado y bronca de Montes.

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