Era yo un chaval, recién salido de la adolescencia, cuando saqué el carné de conducir y empecé mis estudios en Oviedo. Un día mi hermano mayor me dejó su coche para ir a la capital con dos compañeros de aquí que de vez en cuando también llevaban el de sus padres o hermanos, en precario. Ya en la capital no hubo forma de encontrar aparcamiento en las inmediaciones de la Universidad. Dí vueltas y más vueltas buscando sitio infructuosamente. Sin embargo había un pequeño espacio en batería frente a la catedral. El coche entraba pero, una vez aparcado, las puertas no podían abrirse. Así que, cuando ya se nos hacía tarde para entrar en clase, opté por una aventurada maniobra. Enfoqué el coche al reducido espacio, nos apeamos los tres y lo empujamos hasta dejarlo encajado en el sitio. Evidentemente no pude acceder a su interior para poner una velocidad y/o echar el freno de mano. Sí pude echar la llave y cerrarlo. Y así quedó, en punto muerto.
Cuando salimos de clase, cuatro horas más tarde, nos encontramos el utilitario justo a las puertas de la catedral con una nota de la Policía Local que decía: “Hay que poner el freno de mano y meter una velocidad”. Así, escuetamente. No había sanción y tampoco presencia policial. El coche, al desplazarse para atrás hacia la Seo, no se había llevado por delante a ningún otro vehículo, y tampoco a ningún feligrés. Gracias a Dios, que allí estaba presente.

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