Ya que estamos en agosto y los mineros han vuelto al tajo, vam
os a serenar los ánimos y hablar de algo más intranscendente de lo que habitualmente hacemos. ¿A ustedes les gustaría llamarse Tiburcio, Ponciano o Críspulo? A mí no, de verdad. A mí me gustaría llamarme Ernesto por aquello de la importancia de la que habló Oscar Wilde en su comedia. Yo tengo una amiga que tién un gatu que se llama así, Ernesto -bueno, llámalu ella de esa manera. Él tovía no habla- que ye tan blancu y listu como el mi Platerín, pero en felino. Ye un gatu importante, y no ye de Lada, mira tú por dónde. A lo que iba, tener un nombre que aporte aplomo y personalidad a su dueño es algo fundamental. No es lo mismo que a uno le llamen Don José, que Pepe o Pepito. Respeto, camaradería o confianza, o ninguneo. No es lo mismo. Como tampoco da igual tener por nombre Antonio, que a uno le llamen Antón. Esta contracción (o como se llame) describe a un personaje serio, grande, con mucho “peso”; y si lleva boina, aún más. Nadie le tose a Antón tocado con boina. Si además está togado te vas tóa por la pata abajo. Como no es lo mismo llamarse Dolores, que llamarse Lola o Loli. Con Loli pasa lo mismo que con Pepito. Nadie los toma en serio. Con perdón de Lolas y Pepes.


A ver si nos vamos dando cuenta de la importancia del nombre y los apellidos y empezamos a llamar a los neños y a les neñes con nombres serios y europeos como Cameron, Angela, Katherine o John, o la madre que los parió. Va a ser la única manera de entrar en el mudo de una puta vez, de que nos tomen en serio y acabar con la crisis de deuda. Por lo pronto Duke no se queja del nombre que tién. Ta buscando un apellidu que lo vista bien vestíu.
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